Hago venir palabras que a duras penas congenian. Unas sugieren, otras concluyen; unas alertan, otras calman; unas gritan, otras callan; unas ríen, otras lloran. Lo que unas abren otras cierran. Y con ellas puedo imaginar, a un lado a unos y a los otros enfrente, todos ellos individuos a quienes se las presto y a quienes hago que obedientemente me las pronuncien. Porque soy yo, sólo yo, quien maneja este curioso invento, el que tras dar entrada al primer acto decide que a continuación venga una rápida réplica. Ellos saben bien lo que tienen que decir y lo poco que importa cómo lo digan, del mismo modo que no tienen por qué preocuparse demasiado por lo que dicen. Las palabras por sí solas centellan y refulgen como rayos cuando en lo más alto entrechocan. Y así es como yo fabrico mis rayos e inundo el cielo de vistosas luces con las que anuncio a todos insostenibles promesas. A ellos no tengo ni que decirles que son la espontaneidad, el desenfado y el automatismo lo que en su debida dosis permite que ese contraste entre palabras alcance la providencial altura y pueda ser visto como magisterio sagrado. Porque, allá donde la secreta luz se revela, todo a su alrededor brilla por encima de la vana palabrería de modo tal que todos pueden, convenientemente deslumbrados, escuchar sin pestañear la palabra primigenia, la más penetrante, la que siempre se recuerda. Bien amaestrados, estos acólitos míos no sólo son conscientes de su papel sino de hasta dónde deben llegar. He marcado los límites a cualquier interpretación, todo está claramente definido. Pueden poner su propio énfasis, pero considero que son exigencias indiscutibles en su caso renunciar a la palabra una vez lanzada, esperar sereno la pronta respuesta y aguantar con ella el envido. ¡Figúrate, si no, que un día se hicieran sitio en el cielo porque creen que siempre han sido buenos, porque nunca faltaron a la verdad, porque hablaron según su justo criterio y porque actuaron movidos por su incandescente corazón! Por fortuna todavía hay nubes donde alojarlos para que se refresquen un poco y suelten desde allí su fluida rabia sobre los que abajo quedan y esperan. Pondré en boca de estos ingenuos, a modo de guinda, mis palabras más agudas, para que compitan y para que, al ver cómo hago de las menudas chispas fulminantes rayos, todos entiendan clara y elocuentemente quién es el que domina la escena.
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