miércoles, 24 de noviembre de 2021

Hágase la luz

Hágase la luz y la luz vino a posarse sobre aquel desgraciado que abrumado miró a lo alto para preguntar «¿por qué yo?». Unos focos inclementes lo mantuvieron cegado e inmóvil mientras a su alrededor la luz se adentraba a través de puertas y ventanas en el que hasta entonces había sido su velado hogar. Hasta el rincón más reservado se vio repentinamente invadido por aquel resplandor abusivo. La densa neblina que protegía su morada quedó pronto despejada y el aire que la envolvía se volvió transparente.  A partir de ese funesto instante, tanto él como los suyos quedaron a merced de todo tipo de curiosos, fisgones y alcahuetes llegados a rebufo de los focos y dispuestos a revisar y obtener detalles de su mundo suponiendo que en lo privado algo goloso encontrarían. Al desnudo quedó desde ese momento todo lo suyo, hasta lo más personal, lo que él consideraba íntimo y siempre había tenido por exclusivo. Al ver saltar por los aires y expuesto a plena luz todo lo que había mantenido oculto, quiso salir a la puerta de su casa para mostrar a quien quisiera, a modo de conjuro, sus cuentas bien regladas e impolutas. Pero no era eso lo que de verdad intrigaba a los intrusos, no era ése su interés, pues de lo que andaban más pendientes nada más entrar era de la mesa donde se comía, de la cocina donde se cocinaba, del sofá donde se descansaba, del ordenador y la piscina donde su dueño se zambullía, del lecho donde retozaba en compañía y del mísmisimo retrete donde evacuaba. Todo ello con el declarado y saludable propósito, según decían, de informar a todo el mundo de lo que allí tan celosamente había ido guardando y absurdamente ocultaba. 
Gracias a la venia e incluso al aplauso de los gobernantes, que consideraban a estos agentes del fisgoneo audaces investigadores, éstos hacían valer su lógica invasiva. Según ella, era imprescindible en una sociedad debidamente reglada que quienes participaban de sus beneficios quedaran sometidos al imperio indiscriminado de la luz. Y así, puesto que la gente, en su legítimo derecho, disfrutaba inmiscuyéndose en esos pequeños mundos con insaciable curiosidad, un tribunal había dictaminado que nadie podía sustraerse por su particular interés al beneficio público que ofrecía a todos una claridad absoluta. A los mirones que tras los primeros expertos fisgones se fueron sumando a la escena, todo lo que veían les parecía relevante. En cuanto entraban se ponían a hurgar sin reparo alguno en los armarios, se probaban después la ropa de su gusto, manoseaban y calibraban el valor de los adornos, removían todo lo que había en las estanterías, revisaban en el cuarto de baño las hileras de jabones y el armarito de las medicinas y hasta levantaban las alfombras para dejarlo todo expuesto a la luz. 
En éstas estaban estos visitantes intempestivos en el momento en que llegó la noticia de que un caballero oscuro había asaltado a los primeros intrusos cuando corrían a informar al mundo de sus descubrimientos. Después de incautarles todo el material reunido, el caballero los acompañó hasta una vieja y oscura galería minera. Antes de hacerlos entrar en su interior, les conminó a que, puesto que parecían expertos interesados en esclarecer enigmas, avanzaran hasta el fondo, donde encontrarían si no gran premio sí una sorpresa que recordarían toda su vida. Él, mientras tanto, se haría cargo de lo incautado y, a su vuelta, se lo devolvería para que junto con lo visto en la mina pudieran sacar buen provecho. Animados por la promesa se pusieron manos a la obra y emprendieron camino tanteando a oscuras por las paredes. Sus lectores, sus oyentes, sus videntes bien merecían este inoportuno sacrificio, ya que abrigaban la esperanza de que en cualquier momento se haría para ellos la luz y podrían al volver dar una nueva exclusiva. La noticia de que por los alrededores de la casa merodeaba a plena luz un caballero oscuro ahuyentó a los mirones que todavía husmeaban por allí. Algunos que lo vieron venir a su encuentro se escondieron precipitadamente, pero otros no pudieron y, al ser interceptados, se apresuraron a decir que era tanta la luz que salía de la casa que les pareció embrujada y que por eso se animaron a ver qué pasaba, porque presentían que algo raro sucedía ahí. De poco les valió la excusa, pues fueron conducidos por el caballero igualmente a la entrada de la galería. Aunque temerosos al principio, pronto se animaron al informarles de que yendo hasta el fondo se enterarían de muchas más intimidades y de por qué la casa estaba embrujada junto a sus moradores. Pero definitivamente los convenció al decirles que podrían llevarse de ella lo que quisieran, porque todo lo que contenía había sido expropiado y llevado al almacén al que conducía la oscura galería que tenían delante. Sin dudarlo se introdujeron en la oscuridad, con ciertos signos de entusiasmo. No hubo necesidad de encerrar a nadie. 
Es fácil suponer el desenlace: los primeros, acuciados por su manía de intrigar y destacar en los medios como luminarias providenciales, pronto se dispersaron dispuestos a competir por llegar los primeros y así es como fueron cayendo de uno en uno en un insondable pozo del que bien poca novedad pudieron extraer; los segundos, sí que se amarraron entre sí para no perderse, pero al no encontrar el almacén dieron la vuelta y, si bien consiguieron salir, aparecieron por la boca de la mina desorientados ante el exceso de luz y como si la fallida exploración los hubiera dejado en ridículo. Además, al mirarse unos a otros, se dieron cuenta de que habían salido de aquella mina tiznados, estaban completamente revestidos de negro. En la puerta, el caballero negro que estaba esperándoles les felicitó efusivamente. «Tenéis la fortuna», les dijo, «de ser ahora seres opacos, criaturas invisibles en la oscuridad. Seguid así, cuidaos de que la luz no os atrape y mantendréis vuestro secreto poder actuando desde lo oscuro. Ni se os ocurra salir a plena luz, porque tal y como estáis nadie podrá saber nada de vosotros, nada malo nada bueno, y viviréis para siempre disfrutando de vuestra estricta intimidad». Tras recordarles de nuevo el tremendo privilegio del que disfrutaban, el hombre oscuro se dio media vuelta y los dejó allí en el umbral pasmados y bastante indecisos. Al alejarse de la galería y perderlo ellos de vista, se quitó la máscara y se fue directamente hacia su casa. Llegó ya bastante tarde. Los focos habían desaparecido. Una atmósfera incierta la rodeaba y la tenue luz de la luna la iluminaba. Abrió la puerta y dentro todo parecía sumido en una cálida y familiar penumbra.

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