El contenido de un diario oscila entre las incidencias y las ocurrencias, difícilmente va más allá. Por todo él se mueve un personaje implícito, el escribano, por más que haya quienes intentan pasar desapercibidos. Así, las incidencias de algunos quieren ser crónicas de lo que han vivido en tercera persona; otros, sin embargo, prefieren presentarse en primera persona y colocar a los demás actuantes en la posición más cómoda y lucida para él. No faltan entre estos últimos quienes imprimen a su escritura aires de epopeya con la que pasan a investirse sin ningún pudor como héroes en hechos de dudosa resolución. Sólo hay que atender a otros cronistas paralelos, que certifican que el aludido «pasaba simplemente por ahí», para entrar en dudas sobre su pretendido protagonismo. Con las ocurrencias pasa algo parecido. El pensamiento universal, o sea el que reúne lo pensado por los humanos, es recurrente, nos repetimos. Inevitablemente marchamos, siempre con pie vacilante, sobre lo afirmado en el terreno por caminantes anteriores. Eso no impide que, guiándonos por las estrellas, creamos ser los primeros en sintonizar con el mundo de las ideas y en haber hecho descender un rayo de luz milagroso sobre todos nuestros desorientados contemporáneos. Creer que el mundo será diferente tras nuestro paso por él es una ilusión balsámica; suponer que nuestras ocurrencias han tenido o tendrán la virtud de fomentar en nuestro entorno, no digo ya en el mundo, incidencias decisivas y no meramente cosméticas es un modo indulgente de engañarse. Los hechos parecen demostrar que las incidencias generales, las que registran los anales de la historia, van por un lado y que las ocurrencias tienen sobre ellas un efecto menor del que los ocurrentes sospechan. Evidentemente ellos callan estas sospechas y apenas avisan del peso que en lo que sucede tiene la naturaleza humana, una entidad tan elusiva que, incluso con el tiempo, resulta francamente difícil de modelar. Acabemos con un símil: sobre el terreno la diversidad de lo sucedido podemos apreciarla en toda la red de caminos que nos rodea y en cada cruce especulamos asignando a ciertas entradas concurrentes funciones de causas de las que veríamos derivar el efecto escogido como salida, pero sin prestar atención a que todo se sostiene en base a la firmeza de un terreno que, no apreciando apenas diferencias, nos parece indiferente. Por eso pienso a veces que la única misión útil, si alguna puede tener un diario, sería fijar referencias y establecer diferencias en el terreno, esto es en el comportamiento humano, tanto general como personal. De este modo evitaríamos situarnos como cronistas terceros por encima de las incidencias, cotidianas o históricas, y en su justa medida nos responsabilizaríamos de ellas. Por lo que hace a las ocurrencias, las veríamos girando en su inevitable ciclo. Y así, conscientes de su movimiento ingobernable, nunca ya podríamos incluirlas, por el mero hecho de evocarlas por escrito, en nuestro patrimonio personal. Porque una cosa es tener un ideario e ir desgranándolo en sucesivas ocurrencias y otra atribuirse en propiedad un dominio conceptual.
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