Cuando el viaje no es un traslado rutinario suele aparecer cargado de expectativas. Grandes o pequeñas, decir expectativas es tanto como vislumbrar en él incertidumbres. La principal es que nunca uno conoce lo que a su llegada realmente le espera. Si conoce el lugar y las gentes que lo habitan, siempre temerá que con el tiempo transcurrido se hayan obrado cambios que hagan prácticamente irreconocible lo que tenía por conocido y puedan dejar en suspenso la propia aceptación de su presencia, pues lo que nadie desea es ser malvenido. Si se mueve, por el contrario, a un lugar desconocido o vagamente conocido a través de noticias en publicaciones, la incertidumbre presidirá su acercamiento de forma cada vez más ostensible, por lo que instintivamente procurará desde el primer momento asimilar e ir encajando todo lo que va observando en el marco que previamente se había formado en una operación que siempre da pie a decepciones y sorpresas.
martes, 30 de noviembre de 2021
lunes, 29 de noviembre de 2021
Manifiesto interesado y poco interesante
En ciertos sectores de Madrid se ha acogido con singular fervor el grito que de un tiempo a esta parte ha surgido con fuerza desde algunas rotativas, altavoces y antenas, tan enérgico que ya nos atruena y asusta: Folicularios de la prensa universal uníos. Al oírlo, periodistas de toda laya, bien sean columnistas, publicistas, propagandistas, meritorios o chupatintas vulgares, se alzan orgullosos como un solo hombre en defensa de intereses muy poco universales, sin reparar en que con su apoyo van dejando la verdad muy atrás, tan desamparada, desnutrida y enteca que, ni en la que se decía su casa, será nadie pronto capaz de reconocerla. A los periodistas de a pie debería infundirles sospecha la pretensión de unir a todos bajo una misma bandera y aún más ver que el vigoroso levantamiento está encabezado por los primeros espadas, a saber, líderes de opinión, directores de cabeceras, jefes de gabinete, administradores de redes, cronistas de épica deportiva y mucho comunicador de dudoso pelaje y condición. Se quejan todos ellos amargamente de que han empezado a tener dificultades económicas crecientes porque su mensaje ya no cala como antes. No obstante, siguen convencidos de que no hay mejor filosofía informativa que la de quien paga la nómina y que no les corresponde a ellos, en tanto que modestos pero virtuosos instrumentos de comunicación, recurrir a la verdad de la calle para desafiar las escuálidas cifras de ventas. No se explican bien, y de eso se lamentan cada vez más, que su autorizada voz, que un día tuvo eco hasta en ultramar, acabe extinguiéndose en un radio muy discreto y en la práctica desaparezca al intentar cruzar la amplia, desolada y vacía meseta. Es el caso de los que siguen fiándolo todo a su onda, con ese toque tan suyo entre evangélico y patriótico, lo que hace que apenas ya nadie crea en sus informes, razón por la que reclaman sobre todo un retorno a las viejas costumbres de aquella época en que los periódicos servían de puente discreto entre el casino y el púlpito. No acaban de entender que ese grito suyo tan grandilocuente pone en evidencia la vanidad y la prepotencia con que, en nombre de una influyente minoría, se han venido pronunciando. En muchos casos ha dejado de importarles que, bajo esa sólida y cada vez más pesada carga, se haya venido asfixiando desde hace tiempo la información verdadera. La prensa se muere, eso es cierto, y será difícil que, con esos gritos estentóreos, se recupere una verdad que hoy tiende a diluirse entre los infinitos vericuetos de las redes mostrando en su agonía, a base de publicidad, un colorido tan falso como efectista.
Somos demasiado porosos
El mal que vemos sufrir a los demás, sobre todo cuando nos son queridos, lo acabamos convirtiendo en una idea que, tras revolotear sobre nuestras cabezas, acaba por ser tan lábil y plástica que no tardamos en ajustárnosla como si de un traje se tratara. La virtualidad, que no virtud, de ese traje es que pasamos a sentir el daño observado como algo nuestro. No obstante, creo que la compasión por el prójimo es un argumento que tiene aquí un valor relativo. No digo que no exista empatía ni un sincero afán de compartir el dolor, animado por el deseo de que hacerlo saber pueda de algún modo aliviar, pero ese gesto no explica la facilidad con que encajamos ese daño que para nosotros es aún ideal. Hay por ahí oculto algún sastre capaz de vestirnos con ese disfraz temible y algo grotesco, capaz de anunciarnos la cercana caída en el mismo mal que a los demás aflige. He dicho temible y empiezo a pensar que sí esa tiene que ser la palabra tras la que el sastre se esconde. La compasión nos invita a soportar el mal como un designio colectivo, no tanto como algo inmediato: lo nuestro (hablamos del daño) aún no es lo mío. Sin embargo, el miedo, acompañado y siempre azuzado por la idea del dolor, nos mueve a convalidar el mal ajeno como algo propio, lo que nos lleva a tener que movernos enfundados en esa idea insidiosa, pegajosa y sumamente maliciosa, que, sin ser aún físicamente efectiva, tiene un oscuro reflejo en nuestra manera de llevar adelante y entender la vida.
domingo, 28 de noviembre de 2021
El mundo visto desde...
Tomaré a ciegas lo que el doctor Google me prescriba, cocinaré las recetas tal y como el chef Google me indique, apostaré sin pestañear a la firma que el experto Google me proponga, prestaré la debida atención a lo que el profesor Google me cuente, disfrutaré cumplidamente sea cual sea el rol que el gran maestre Google me asigne, tomaré puntual nota de las cifras que el contable Google haya registrado, creeré firmemente lo que nuestro venerable padre Google me dicte, me gratificaré de buena gana con lo que el sátiro Google me muestre, seguiré los consejos que mi compañero infatigable Google me prodiga, aprenderé pero nunca más allá de lo que mi instructor Google me enseñe y, en general, aprovecharé hasta la última gota de ese elixir estupefaciente que Google y su complaciente tropa algorítmica continuamente nos suministran.
sábado, 27 de noviembre de 2021
Hijos del ocio
A pesar de los rigores que impone el mal tiempo y hace tan difíciles de sobrellevar las tareas diarias de un simple hombre de pueblo, los hombres de ciudad acuden pertrechados de imponente despliegue al encuentro de la naturaleza, con ropaje exquisito en muchos casos, llenos de vanidad y arrogancia casi siempre. A muchos les parece que exhibirse de ese modo es requisito para disfrutar de ese inhóspito mundo que sobrevive desafiante dando la espalda a la ciudad. Suponen y alimenta su fantasía que ese mundo está cargado de energía nueva, bien distinta de la que circula por las calles, los túneles y los canales, así como por los cableados, las antenas, las tuberías y toda clase de conducciones urbanas. Aunque sin afanes exhibicionistas, somos muchos los que consideramos cada vez más imprescindible salir, siquiera sea temporalmente, del raíl urbano. Estamos muy hartos de seguir por él a rueda todas las obligaciones que nos impone nuestro oficio o profesión. Necesitamos un tiempo para el ocio. El trote con el que a diario nos movemos, a rebufo siempre del vecino, del capataz, del directivo o del colega, nos hace marchar a remolque, soportando una permanente sensación de ahogo. Así que es muy fácil creer a los que nos dicen que podemos vivir una vida más auténtica respirando ese aire genuino y exótico que nos falta en las ciudades. Cambiar a todos esos quejosos compañeros de galeras nuestros por los mudos animales es finalmente un proyecto bastante apetecible. Además, en los tiempos que corren puede ser visto como un gesto con el que manifestamos nuestra clara voluntad de retorno y reintegración en la naturaleza. Es una lástima que para ello tengamos que exigir de toda la fauna que se muestre a nuestro paso sumisa e inofensiva, porque nos gustaría más verla correosa y valiente. Acostumbrados a mascotas, rebaños y demás, nos asombra ese desparpajo salvaje, aunque al final, por seguridad, los queremos obedientes y a nuestras órdenes. Deberían al menos entender que hemos venido a verlos y que por eso nos fastidia tanto esa manía suya de salir pitando a esconderse. Con ser esto desesperante, lo que nos resulta intolerable es ese afán de ignorarnos, escapar a sus guaridas y rendirse a sus hábitos sin ningún interés en presentarse. Algunos «naturalistas» se toman todo esto decididamente a mal, tiran de sus impulsos atávicos y se echan al hombro de inmediato sus armas, lanzándose seguidamente a la captura de las criaturas más débiles o ingenuas. Debe quedar claro, no obstante, que no a todos nos gusta pasearnos armados y preparados para la caza por los campos y los bosques. Somos muchos más los amigos de congeniar, confraternizar, convivir y, por qué no, de ser uno más en el seno de la madre naturaleza. De este modo cualquier humilde visitante puede conseguir sentirse por una vez en honda sintonía con el poderoso y energético pulso que emiten al unísono todos los seres vivos. Es cierto, por desgracia, que basta con que un abejorro le ronde insistente al visitante, perturbe su bien ganada armonía con el medio y, a su ridícula escala, le intimide para que éste busque recuperar sus galones. En un instante, al insidioso zumbido le seguirá un zas seco y mortal. Por toda explicación, contará nuestro visitante que no debería esa molesta criatura haber cuestionado la jerarquía natural. De ahí esa urgencia para restablecer el orden descargando un soberbio manotazo sobre quien se mostraba a todas luces insolente y quizá hasta agresivo. Con las tripas del animal todavía pegadas al brazo, reemprende el visitante, ya más tranquilo y desenfadado, la venturosa senda con la que llenar su ocio. Tras haber asegurado ejecutivamente la paz en el exterior más cercano sigue su marcha en busca de la ansiada paz interior. Envuelto en fragancias florales, atento al canto de los pájaros, saludando el amable talante de las ovejas, ningún pensamiento inoportuno debería distraerle y permitir que el minúsculo drama protagonizado por ese abejorro pertinaz le empañe la fiesta. Y en esto está cuando, divisando el ameno prado con sus ovejas, aparece al fondo el lobo. Por jerarquía, estaría llamado a imponer orden y a defenderlas... Pero bueno, esto evidentemente ya es otra historia.
viernes, 26 de noviembre de 2021
Hombre de poca fe
No es que quieran engañarnos. Pasa simplemente que, acosados por demandas demasiado urgentes de la gente común, hablan y hablan sin saber. Y a nadie se le puede condenar por ignorancia. Bastante tiene el pobre ignorante. Sí que se le podría condenar por ocultarla, como hacen a veces con cautela los más sabios. Pero la mayoría de los gestores públicos cree saber y habla como si supiera hasta que con el tiempo las desgracias se desatan y quedan al descubierto sus vergonzosas carencias. Entonces es cuando a regañadientes entonan un mea culpa ritual, más que nada para espantar las críticas, diciendo que ellos nunca pretendieron presentarse como expertos y que no tienen, por lo tanto, por qué sentirse culpables. ¿Qué culpa pueden realmente tener si algunos les creyeron? Esa es la exculpa; la culpa parece ser, pues, de los ignorantes que creen y acompañan con aplausos a los ignorantes. Pero ¿el engaño?, no lo ven, en ningún caso.
jueves, 25 de noviembre de 2021
Risas costosas
—¿En serio? No me hagas reír.
—Deberías incluso pagarme por lograrlo.
—¡Joder, ahora sí que vas a hacerme reír!
—Bueno, por esta vez te lo dejaré gratis.
¿Por qué no acompañar al principiante?
«No disparen al pianista, lo hace lo mejor que puede», se oyó al fondo. Hubo disparos y el pianista salió ileso de la refriega, pero al ver desde el suelo el estado del piano se volvió hacia el público enfurecido, se encaró con uno que todavía empuñaba el arma y gritó a pleno pulmón: «Pienso tocarla no una sino cuantas veces me dé la gana, Sam; hasta que me la sepa, así te vuelvas loco».
Que la crítica dispare es normal, siempre que lo haga al aire. Disparar al piano es de bárbaro, hacerlo al pianista es criminal, pero se hace. Particularmente cuando éste se mueve en tentativas y escarceos, cuando no es aún dueño de cumplida técnica y trata de hacer valer su genio dando rienda suelta a su emoción. Ahí siempre hay alguien entre el público dispuesto a reprender al principiante, no tanto por su torpeza como por su osadía a la hora de exhibirse y tentar al público. La experiencia demuestra que algunos tenemos una idea muy pacata acerca de esto, una idea que dura hasta que observamos atónitos cómo el público reprueba a nuestro Sam de turno y consagra con honores al incipiente pianista.
miércoles, 24 de noviembre de 2021
Hágase la luz
Hágase la luz y la luz vino a posarse sobre aquel desgraciado que abrumado miró a lo alto para preguntar «¿por qué yo?». Unos focos inclementes lo mantuvieron cegado e inmóvil mientras a su alrededor la luz se adentraba a través de puertas y ventanas en el que hasta entonces había sido su velado hogar. Hasta el rincón más reservado se vio repentinamente invadido por aquel resplandor abusivo. La densa neblina que protegía su morada quedó pronto despejada y el aire que la envolvía se volvió transparente. A partir de ese funesto instante, tanto él como los suyos quedaron a merced de todo tipo de curiosos, fisgones y alcahuetes llegados a rebufo de los focos y dispuestos a revisar y obtener detalles de su mundo suponiendo que en lo privado algo goloso encontrarían. Al desnudo quedó desde ese momento todo lo suyo, hasta lo más personal, lo que él consideraba íntimo y siempre había tenido por exclusivo. Al ver saltar por los aires y expuesto a plena luz todo lo que había mantenido oculto, quiso salir a la puerta de su casa para mostrar a quien quisiera, a modo de conjuro, sus cuentas bien regladas e impolutas. Pero no era eso lo que de verdad intrigaba a los intrusos, no era ése su interés, pues de lo que andaban más pendientes nada más entrar era de la mesa donde se comía, de la cocina donde se cocinaba, del sofá donde se descansaba, del ordenador y la piscina donde su dueño se zambullía, del lecho donde retozaba en compañía y del mísmisimo retrete donde evacuaba. Todo ello con el declarado y saludable propósito, según decían, de informar a todo el mundo de lo que allí tan celosamente había ido guardando y absurdamente ocultaba.
Gracias a la venia e incluso al aplauso de los gobernantes, que consideraban a estos agentes del fisgoneo audaces investigadores, éstos hacían valer su lógica invasiva. Según ella, era imprescindible en una sociedad debidamente reglada que quienes participaban de sus beneficios quedaran sometidos al imperio indiscriminado de la luz. Y así, puesto que la gente, en su legítimo derecho, disfrutaba inmiscuyéndose en esos pequeños mundos con insaciable curiosidad, un tribunal había dictaminado que nadie podía sustraerse por su particular interés al beneficio público que ofrecía a todos una claridad absoluta. A los mirones que tras los primeros expertos fisgones se fueron sumando a la escena, todo lo que veían les parecía relevante. En cuanto entraban se ponían a hurgar sin reparo alguno en los armarios, se probaban después la ropa de su gusto, manoseaban y calibraban el valor de los adornos, removían todo lo que había en las estanterías, revisaban en el cuarto de baño las hileras de jabones y el armarito de las medicinas y hasta levantaban las alfombras para dejarlo todo expuesto a la luz.
En éstas estaban estos visitantes intempestivos en el momento en que llegó la noticia de que un caballero oscuro había asaltado a los primeros intrusos cuando corrían a informar al mundo de sus descubrimientos. Después de incautarles todo el material reunido, el caballero los acompañó hasta una vieja y oscura galería minera. Antes de hacerlos entrar en su interior, les conminó a que, puesto que parecían expertos interesados en esclarecer enigmas, avanzaran hasta el fondo, donde encontrarían si no gran premio sí una sorpresa que recordarían toda su vida. Él, mientras tanto, se haría cargo de lo incautado y, a su vuelta, se lo devolvería para que junto con lo visto en la mina pudieran sacar buen provecho. Animados por la promesa se pusieron manos a la obra y emprendieron camino tanteando a oscuras por las paredes. Sus lectores, sus oyentes, sus videntes bien merecían este inoportuno sacrificio, ya que abrigaban la esperanza de que en cualquier momento se haría para ellos la luz y podrían al volver dar una nueva exclusiva. La noticia de que por los alrededores de la casa merodeaba a plena luz un caballero oscuro ahuyentó a los mirones que todavía husmeaban por allí. Algunos que lo vieron venir a su encuentro se escondieron precipitadamente, pero otros no pudieron y, al ser interceptados, se apresuraron a decir que era tanta la luz que salía de la casa que les pareció embrujada y que por eso se animaron a ver qué pasaba, porque presentían que algo raro sucedía ahí. De poco les valió la excusa, pues fueron conducidos por el caballero igualmente a la entrada de la galería. Aunque temerosos al principio, pronto se animaron al informarles de que yendo hasta el fondo se enterarían de muchas más intimidades y de por qué la casa estaba embrujada junto a sus moradores. Pero definitivamente los convenció al decirles que podrían llevarse de ella lo que quisieran, porque todo lo que contenía había sido expropiado y llevado al almacén al que conducía la oscura galería que tenían delante. Sin dudarlo se introdujeron en la oscuridad, con ciertos signos de entusiasmo. No hubo necesidad de encerrar a nadie.
Es fácil suponer el desenlace: los primeros, acuciados por su manía de intrigar y destacar en los medios como luminarias providenciales, pronto se dispersaron dispuestos a competir por llegar los primeros y así es como fueron cayendo de uno en uno en un insondable pozo del que bien poca novedad pudieron extraer; los segundos, sí que se amarraron entre sí para no perderse, pero al no encontrar el almacén dieron la vuelta y, si bien consiguieron salir, aparecieron por la boca de la mina desorientados ante el exceso de luz y como si la fallida exploración los hubiera dejado en ridículo. Además, al mirarse unos a otros, se dieron cuenta de que habían salido de aquella mina tiznados, estaban completamente revestidos de negro. En la puerta, el caballero negro que estaba esperándoles les felicitó efusivamente. «Tenéis la fortuna», les dijo, «de ser ahora seres opacos, criaturas invisibles en la oscuridad. Seguid así, cuidaos de que la luz no os atrape y mantendréis vuestro secreto poder actuando desde lo oscuro. Ni se os ocurra salir a plena luz, porque tal y como estáis nadie podrá saber nada de vosotros, nada malo nada bueno, y viviréis para siempre disfrutando de vuestra estricta intimidad». Tras recordarles de nuevo el tremendo privilegio del que disfrutaban, el hombre oscuro se dio media vuelta y los dejó allí en el umbral pasmados y bastante indecisos. Al alejarse de la galería y perderlo ellos de vista, se quitó la máscara y se fue directamente hacia su casa. Llegó ya bastante tarde. Los focos habían desaparecido. Una atmósfera incierta la rodeaba y la tenue luz de la luna la iluminaba. Abrió la puerta y dentro todo parecía sumido en una cálida y familiar penumbra.
martes, 23 de noviembre de 2021
Un día de marcha por el campo
No hay que mirar al cielo y seguir al sol desde el alba hasta el ocaso para ver cómo evoluciona el día, basta con elegir un bonito paisaje de contrastes y lanzarse a una buena caminata a campo traviesa. Al final se comprueba además que todo en esa excursión sigue un curso tan parabólico como el de la propia vida: a primera hora de la mañana puede uno casi ver nacer miles de flores exuberantes, dispuestas a animarle en su marcha impregnándole con frescas fragancias; poco después, al paso por los campos interminables, andará y buscará horizontes, dejándose ir por parcelas y veredas para acabar al cabo de un buen rato atrapado por su amable monotonía; a mediodía, le tocará ya cruzar lindes y ribazos inesperados y ahí se le empezarán a mostrar un poco crecidos e intransigentes los cardos y del todo insolentes moscas y mosquitos; con las piernas algo resentidas y los brazos injustamente atacados, llegará a media tarde la hora de pensar en la vuelta, algo que le exigirá ponerse a prueba salvando anchas y frías acequias, metiéndose a fondo en la maleza o, en el peor de los casos, moviéndose a gatas por el pegajoso fango; pero será ya casi a oscuras, a última hora, cuando casi vencido le llegará una prueba que será la definitiva y será justo cuando intente recuperar el bendito camino que en algún momento perdió y se vea por ello obligado a soportar un terrible flagelo al tener que enfrentarse, ya muy disminuido y como si estuviera ante la última frontera, a una espesa muralla erizada de zarzas, ortigas y espinas. Inútil será el esfuerzo, porque nada habrá al otro lado; difícilmente entenderá que está en ninguna parte, que no hay ahí camino ni tampoco guía que le tome a uno de la mano. Para él la excursión finalizó, será la noche, se acabó el día.
lunes, 22 de noviembre de 2021
Lecciones que no se olvidan
Un profesor muy trotado (experimentado) y algo desquiciado (quemado) me hacía un breve balance de su trayectoria docente: La lección que todo el mundo aprende no llega a través de la palabra, mucho menos del castigo, y tampoco sirve demasiado el ejemplo; la única lección que, una vez aprendida, se retiene y jamás se olvida es la que llega impuesta por la necesidad.
Clases de retórica
Retórica barata es decir «pues mira, yo me atrevo a decir que» para apagar así su ardiente deseo de decirlo.
Retórica evasiva es contar «cualquiera os podría contar que» para que no ser tomado por un cuentista cualquiera.
Retórica capciosa es confesar «escúchame, porque te tengo que confesar que» para intentar hacer al otro confesar.
Retórica pretenciosa es afirmar «ahora estoy en condiciones de afirmar que» para disimular que nada se piensa afirmar.
Retórica extravagante es declarar «la verdad me obliga a declarar que» para acabar por declarar que no le vale la verdad.
domingo, 21 de noviembre de 2021
Al lector
Aviso a posibles lectores: Cuidado, la osadía de leer abre paso a un territorio incierto en el que, no contando con viento dominante, columna visible o canon incontestable, cada cual debe arbitrar y valerse de su propia verdad.
Naparlandia
Si te cuentan que un inteligente muchacho ha programado un algoritmo capaz de localizar el paradero del códice Goyana, aquel que desapareció junto con el príncipe Zaldún en los profundos y tenebrosos bosques de Almari, allá en Naparlandia, pide pruebas. Se ha ido sabiendo que Zaldún nunca fue príncipe y que era analfabeto, pero también que huyó con un cofre en el que el verdadero príncipe guardaba su tesoro, amasado a lo largo de los años en locas correrías de saqueo con su tropa por países tachados de ingenuos, donde todo se conseguía a base de fuerza y engaños, por lo que, aun sin ser inocente, podría pasar por héroe mítico, no en aquella primera versión, que lo hacía guardián estudioso en alguna remota borda de los anales y las leyes del viejo reino contenidos en el códice Goyana, que es en razón a lo que hoy se le busca, sino en esta otra versión de rapaz plebeyo, capaz de despojar al poderoso de su mística retirada y, lo que es más gordo, de sus ínfulas míticas. Curioso es que Zaldún escapara con los anales y, sin embargo, no haya constancia de él en ninguna historia, sino sólo en las historietas que se nos han ido transmitiendo, como si el mito hubiera nacido de hecho justo en el momento en que un noble degradado y en desgracia hizo desaparecer el código con los anales en la espesura llevándose además el botín obtenido de las agobiantes pechas impuestas a sus vasallos para independizarse e instaurar una floreciente arcadia ajena a leyes externas y gobernada por él. Se hace difícil obtener pruebas de todo esto, pero eso de ningún modo quiere decir que estemos ante un mito. Y por dos razones: porque los referidos son hechos que se conocen, bien es verdad que dinámicamente, o sea en constante ampliación de las líneas narrativas para así intentar una visión más completa, y, por encima de todo, porque Naparlandia es una realidad que sigue ahí, que resiste y persiste como territorio solar de la sabiduría más profunda, como principio de nuestra razón y como fuente de nuestro poder sobre todas las cosas. Naparlandia nunca será un mito sino la llama viva que alienta en nuestro pecho y nunca podrá ser parte de un cuento llano. No ha nacido aún el muchacho, por muy inteligente que sea, que sea capaz de hurgar entre veinte renglones para zanjar con coordenadas y fríos números el valor de la historia de nuestro buen príncipe Zaldún, que ya mayor y abrumado por las amargas vivencias que había tenido, decidió retirarse al bosque, no sin antes repartir generosamente el contenido del cofre donde guardaba sus pertenencias entre toda su gente, llevándose como única prenda un sencillo pergamino en el que habían dejado su huella dactilar ensangrentada sus feroces antecesores, poniendo así punto final a la dinastía y dejando a Naparlandia libre para siempre y al albur de lo que le marcaran los tiempos. Como ves, te ofrezco pruebas evidentes, te ilustro con verdadera historia, es cierto que a veces controvertida y casi siempre confusa, y lo hago para que no te dejes embaucar por el cuento del deslumbrante muchacho inventor, tan de actualidad, cuyo maravilloso algoritmo, tan novelado como programado, consigue fijar la verdad en un punto fijo desde el que todo, pasado y futuro, parece inmediatamente visible. Te advierto: eso es un mito, un mito viejo, un mito terrible, y no deberías creer en él.
sábado, 20 de noviembre de 2021
Formas del humor
Todo el mundo asiste con cierta sorpresa al curso de los enfrentamientos entre el buenhumor y el malhumor. Puede que no sean tan sobrecogedores como los que se dan entre el bien y el mal, porque el humor sirve ahí de pantalla y, aunque el antagonismo siga siendo patente, todo se queda en tono menor y carece de relieves cortantes. Eso no quiere decir que no haya intercambio de agudezas, lo que no hay es sangre. Es cierto que las punzadas suelen ser de muy distinto tenor viniendo del bienhumorado o del malhumorado. Mientras el primero tiende a mostrarse risueño mientras bromea, el segundo tiende más al sarcasmo y a zaherir. Pasado un rato de haberse enfrentado, sucede algo curioso: a fuerza de engruesar las bromas de un lado y de rebajar las burlas del otro, el humor parece igualarse y discurre en un divertido toma y daca. Cuando el enfado del malhumorado es tan severo que se le hace incomprensible la broma del otro, no le queda otra a éste que insistir dándole una vuelta de rosca. Algo parecido pasa por el otro lado, por el que llegan las burlas. Éstas acaban por perder su malicia ante el portador de ese escudo jovial que es el buen humor, un escudo con el que, por muchos gruñidos que suelte el malhumorado, casi todo le resbala. La ventaja de estos enfrentamientos con todas esas humoradas que van y vienen, tanto si son de grueso calibre como si son ligeras, es que eluden el contacto físico, que se basan en la esgrima dialéctica. Son el habla y la gesticulación lo único que ahí entra en juego. Cualquiera ve que los chistes, sea cual sea su color, tienen su propia dialéctica y que, convenientemente subrayados por los justos gestos, no necesitan de argumentos. Eso hace bien fácil de seguir estos enfrentamientos. A veces el espectador disfruta viendo salir chispas, pero en otras le incomoda el descarado acoso verbal. Todo eso para quien lo ve desde fuera. Sin embargo, para el bienhumorado puede ser distinto y hasta puede darse el caso de que acabe por celebrar con más regocijo que pena las «ocurrencias y disparates» de su oponente, al que de tan amargado que está sólo puede ver como un pobre hombre. El caso contrario, el regocijo del malhumorado, por desgracia sólo llega a darse tímidamente. Lo que ahí suele suceder más bien es que hasta las bromas más inocentes acaban exacerbando su mal humor y dejan al descubierto su horrible «cara de perro», o bien que en un giro radical recupera algo de buen humor y pasa a tolerar esas alegrías compasivamente, como signos de simpleza propios de un pobre ingenuo.
viernes, 19 de noviembre de 2021
Ciudades fantasma
Siempre ha sido así. Nada de lo que vemos resistirá incólume al azote de los elementos y al paso del tiempo. Hoy por hoy son muchas más las ciudades aún enterradas que las rescatadas del olvido. Asociamos todo ese pasado enterrado con los albores de la civilización y miramos particularmente a Egipto y Oriente Medio. Sin embargo, estamos rodeados, incluso en nuestras cercanías, de pueblos desolados y edificaciones ruinosas. Al recorrerlos, todos esos sitios evocan otros tiempos en que fueron lugares florecientes donde la vida bullía por doquier. Normalmente vemos la ausencia de vida como una pérdida irreparable que certifica su desaparición. No falta quien se hace a la idea de lo que hubiera podido ser de esos lugares si en su trayectoria no se hubiera cruzado una sequía, un terremoto, una inundación o cualquier otro acontecimiento fatal. De todos modos no hay que ir al pasado remoto para ver cómo el destino ha truncado el futuro de algunos. No siempre hay que desenterrar las huellas de un desastre porque aún son perfectamente visibles. Basta recordar lugares como Chernobyl, Fukushima, Detroit, Nueva Orleans y otros muchos.
Con todo, los casos más enigmáticos son los de aquellas ciudades fundadas no como centros de comercio y servicios sino como focos impulsores del saber y el progreso. Algunas surgieron en lugares secretos y fueron acondicionadas como centros intensivos de investigación para evitar distracciones y conseguir mayor productividad intelectual. Hablo de esas ciudades de la ciencia en las que se recluía, como si de granjas fuera, a «los más sabios» para que allí pusieran su mejores huevos. Muchas de estas ciudades han tenido un destino dramático, toda vez que la financiación que sostenía la plantilla de técnicos y empleados, todos ellos funcionarios, así como los planes y estrategias políticas que las habían hecho surgir caducaron. Concebidas como grandes burbujas ajenas casi siempre al entorno y alimentadas por una red de comunicaciones permanentemente vigilada por vallas y barreras, eran satélites directos de los centros de poder. Al haber sido habilitadas y blindadas como refugio donde los científicos vivían confinados para llevar a cabo sus investigaciones sin verse perturbados por la molesta realidad, la mayoría de estas ciudades parecen, tras quedar abandonadas a su suerte, resistir sumidas en un letargo del que probablemente nunca despertarán. Sus edificios desvencijados y amenazando ruina, sus calles vacías y devoradas por la maleza, esos hoteles, teatros y oficinas donde uno cree aún escuchar el eco de mil voces, le dan al conjunto un aire fantasmagórico. Lo que queda a la vista ya no es propiamente una ciudad, sólo puede ser visto como un mundo sumergido en el pasado del que sus habitantes han huido a un incierto futuro al cesar la actividad y resultar todo prescindible y, en algunos casos, al volverse el ambiente inhabitable. Sin embargo, en muchos casos las cosas no fueron tan fortuitas: hubo una orden y al otro lado de los montes que circundaban la ciudad se decidió que aquello ya no valía la pena, que sus habitantes deberían resignarse, aunque lo que se les dijo es que por fin eran libres de irse y de intentar rehacer sus vidas con grandes ventajas en otra parte. Imagino la nostalgia con la que, en un ocasional retorno, en uno de esos viajes sentimentales, ven esos emigrantes forzosos el escenario vacío de sus inolvidables vivencias. Aulas, laboratorios, salas de congresos, jardines y paseos se han ido hundiendo inexplicablemente, y lo único que ya cabe esperar es que, como a las viejas ciudades, a todo ello el tiempo le dé digno entierro sustrayéndolo a la curiosidad de los turistas y a la codicia de los saqueadores.
jueves, 18 de noviembre de 2021
El oscuro trasfondo mesiánico
Cuántas veces reclamamos urgente ayuda y a cambio recibimos ambigüedad. No es de extrañar que veamos aparecer salvadores en la prolongada espera. Es así como hemos ido alimentando una próxima liberación, siempre a base de esperanzas confusas, y es por eso por lo que, tras cada fracaso, despertamos hundidos en la culpa. El doble filo de estas resonancias mesiánicas, donde se conjuga muerte y vida, es bien patente, y está quizá mejor expresado, en este terceto de un soneto de Walter Benjamin: Ángel de la paz cortado por la espada / Floreciente niño compañero de la muerte / Redentor que nos llama desde el exterminio. Todo concluye en este último verso: Sé tú salvador y liberador de nuestras culpas.
miércoles, 17 de noviembre de 2021
El fascinante vuelo de los buenos
Olvidados por ese dios del que medio mundo habla, pasan los ángeles a moverse libres y a su aire hasta que de pronto reaparecen entre nosotros convertidos en hombres superlativos. Como resultado seguimos fascinados en viñetas y pantallas las hazañas de personajes tales como Superman, Batman, Spiderman y demás manes. A estos ángeles, aterrizados desde las alturas, nos ha dado por llamarlos superhéroes, algo a lo que no acabo de encontrarle mucho sentido. Protectores incondicionales no parecen, aunque tampoco digo que sean gente guiada por su propio interés. Lo que sí parece claro es que les gusta más volar que batirse en tierra, como hacían los héroes clásicos. Sí que muestran cierto regusto en exhibirse y desde luego les encanta romper los cánones de la física. En este sentido, como voladores míticos, podríamos emparentarlos con la vieja estirpe de Mercurio. No me consta, sin embargo, que éstos traigan mensajes de nadie, porque no se deben a ninguna autoridad superior. Se deben a sus actos, con los que al parecer buscan sobre todo dar buen ejemplo. No está de más señalar al respecto que sus principios morales son los tradicionales, o sea los que derivan de las tablas mosaicas. Y como en su actividad esto se da por supuesto, los tenemos por buenos chicos, por gente a la que su sólida base moral sirve de argumento justificador. Como decía, a diferencia de los ángeles, estos superlativos no son ministros al servicio de nadie, se tienen por guerreros y como tales sólo conocen un único plan: combatir el mal, entendido como todo aquello que contraviene y violenta el marco moral en el que se mueven. Es probable que la desaparición de la figura divina los haya hecho proliferar y que esta nueva especie, a base de asistirnos y maravillarnos, quiera hacerse con su legado. Por eso hay quien ve natural la irrupción de estos híbridos, mitad ángeles mitad héroes, al entender que vienen a ocupar y darle sentido el espacio moral que había quedado vacío. Desde abajo unos y desde arriba otros, ponen de manifiesto su afán por lograr para ese espacio cierta continuidad. Erigidos en dinámicos custodios de una sociedad anclada en la inmovilidad moral, su misión es mantenerla en estática armonía. Para ello se presentan ante ella como la personificación del bien y como decididos promotores del bien general. Por su fervorosa obstinación recuerdan de algún modo a aquellos monjes soldado medievales, que valiéndose de su espada apenas necesitaron de dioses en sus correrías. Al final, como casi todos los combatientes levíticos, implantaron su propia ley, pero en nombre de los dioses postergados. A la larga, la historia cuenta que para ellos cualquier perturbación social o signo de desorden acaban por ser vistos como una manifestación del mal. Su benévolo deseo de reorientar el pacto social les lleva a ejercer una tutela paternal sobre alcaldes, presidentes y demás autoridades y a arrogarse de paso su propia autoridad sin más aval que sus facultades sobrehumanas. No deberíamos, pues, dejarnos encandilar por estos tipos superlativos que sobrevuelan la sociedad. De hecho se mueven a ojos ciegas y, en aras de una nebulosa armonía universal, actúan sin atender a los terribles desajustes que crispan la sociedad real. Así que no veo mucho sentido en aceptar a estos personajes como héroes benefactores o como ángeles custodios. Partimos de un obvio error al pensar que su físico sobresaliente debe ir acompañado de cualidades morales equivalentes. Son muchos y muy diversos los superlativos que se disputan hoy nuestra credulidad, lo que me hace dudar de que su ley esté guiada para siempre por el altruismo y la generosidad. Como hombres corrientes que somos deberíamos considerar tan imposible el portentoso físico de los superlativos como sospechosa su integridad moral. Con dioses o sin ellos, no creo que necesitemos esos asistentes. A decir verdad, con héroes anónimos nos cruzamos por la calle a diario, todo es cuestión de aprender a reconocerlos. En lo que se refiere a los ángeles, otra cosa eran los de antes, pues para quien los veía sostenidos por la voluntad divina su intención benéfica no dejaba lugar dudas.
martes, 16 de noviembre de 2021
Por las órbitas tristes
No somos mundos, sólo el frío resumen del que fue. Cuando avisto el resplandor huidizo del cometa, algo me dice que fui sol antes que planeta.
lunes, 15 de noviembre de 2021
Habló el asno
Un columnista que ha nomadeado por todos los partidos políticos se despacha hoy con una columna —supongo que para reclamar unos afectos que nunca consiguió como parlamentario— a la que pone por título Gobierna el mal. Sea cual sea el contenido, me parece demasiado burdo ese afán de entrarle al público por la vía maniquea sin otro fin que ganarse algún devoto más. Así que me gustaría redondear el título de su columna, y a tal efecto propongo este otro: Gobierna el mal, stultus dixit. Hace muy feo eso de ir de listo y vociferar burradas subido a una tribuna.
Algo sobre los diarios
El contenido de un diario oscila entre las incidencias y las ocurrencias, difícilmente va más allá. Por todo él se mueve un personaje implícito, el escribano, por más que haya quienes intentan pasar desapercibidos. Así, las incidencias de algunos quieren ser crónicas de lo que han vivido en tercera persona; otros, sin embargo, prefieren presentarse en primera persona y colocar a los demás actuantes en la posición más cómoda y lucida para él. No faltan entre estos últimos quienes imprimen a su escritura aires de epopeya con la que pasan a investirse sin ningún pudor como héroes en hechos de dudosa resolución. Sólo hay que atender a otros cronistas paralelos, que certifican que el aludido «pasaba simplemente por ahí», para entrar en dudas sobre su pretendido protagonismo. Con las ocurrencias pasa algo parecido. El pensamiento universal, o sea el que reúne lo pensado por los humanos, es recurrente, nos repetimos. Inevitablemente marchamos, siempre con pie vacilante, sobre lo afirmado en el terreno por caminantes anteriores. Eso no impide que, guiándonos por las estrellas, creamos ser los primeros en sintonizar con el mundo de las ideas y en haber hecho descender un rayo de luz milagroso sobre todos nuestros desorientados contemporáneos. Creer que el mundo será diferente tras nuestro paso por él es una ilusión balsámica; suponer que nuestras ocurrencias han tenido o tendrán la virtud de fomentar en nuestro entorno, no digo ya en el mundo, incidencias decisivas y no meramente cosméticas es un modo indulgente de engañarse. Los hechos parecen demostrar que las incidencias generales, las que registran los anales de la historia, van por un lado y que las ocurrencias tienen sobre ellas un efecto menor del que los ocurrentes sospechan. Evidentemente ellos callan estas sospechas y apenas avisan del peso que en lo que sucede tiene la naturaleza humana, una entidad tan elusiva que, incluso con el tiempo, resulta francamente difícil de modelar. Acabemos con un símil: sobre el terreno la diversidad de lo sucedido podemos apreciarla en toda la red de caminos que nos rodea y en cada cruce especulamos asignando a ciertas entradas concurrentes funciones de causas de las que veríamos derivar el efecto escogido como salida, pero sin prestar atención a que todo se sostiene en base a la firmeza de un terreno que, no apreciando apenas diferencias, nos parece indiferente. Por eso pienso a veces que la única misión útil, si alguna puede tener un diario, sería fijar referencias y establecer diferencias en el terreno, esto es en el comportamiento humano, tanto general como personal. De este modo evitaríamos situarnos como cronistas terceros por encima de las incidencias, cotidianas o históricas, y en su justa medida nos responsabilizaríamos de ellas. Por lo que hace a las ocurrencias, las veríamos girando en su inevitable ciclo. Y así, conscientes de su movimiento ingobernable, nunca ya podríamos incluirlas, por el mero hecho de evocarlas por escrito, en nuestro patrimonio personal. Porque una cosa es tener un ideario e ir desgranándolo en sucesivas ocurrencias y otra atribuirse en propiedad un dominio conceptual.
domingo, 14 de noviembre de 2021
A favor del tiempo
La idea en la que nos movemos es que el tiempo con su empuje gratuito nos hace avanzar casi insensiblemente por los renglones semanales que marca el calendario. Avanzar, exitoso verbo, que encubre una realidad mucho más prosaica y no pocas veces cruda. Porque ese empuje nunca es gratuito y el avance al que se alude no es otra cosa en realidad que el despreocupado consumo del tiempo que se nos ha ofrecido. La carrera emprendida no puede ser entendida simplemente como progreso, a lo sumo puede ser vista como aproximación cautelosa a ese punto más allá del cual la cerrada oscuridad y la total ignorancia anidan. Mientras nos vamos moviendo, nos sentimos acompañados primero y obsesionados más tarde por una idea devoradora: querríamos conocer dónde se encuentra ese punto. En nuestro recorrido hemos abierto vías antes impensables y de ese modo creemos haber ganado casi el mundo, pero aún así no conseguimos saber cuándo se truncará este afanoso avance, a dónde nos llevará nuestro arrogante progreso y, en definitiva, hasta cuándo gozaremos del favor del tiempo.
sábado, 13 de noviembre de 2021
Hagamos un melón
Entre los progresos más prometedores anunciados por la inteligencia artificial estaría el que se presentaba el otro día en un periódico de gran tirada, única garantía que a día de hoy se nos ofrece del interés de todos estos inventos para la sociedad. Al parecer, según cuenta la crónica reescribiendo los informes de las compañías promotoras, gracias al magistral oficio logrado por las nuevas tecnologías, sobre los hombros de cualquiera de nosotros podría un buen melón sustituir con franca ventaja a nuestra obtusa y pesada cabeza. En su rebosante madurez, no sólo deslumbraría nuestro melón por su armoniosa y elipsoidal figura, dotada de sorprendentes matices del verde al amarillo y emanando un aroma embriagador, sino por su capacidad para dirigirse a cualquiera con impresionante resonancia en las lenguas más variadas y exóticas, tanto naturales como artificiales. Recurriendo a este sustituto, pronto nos veríamos dueños de una maestría inusitada a la hora de impartir sesudas lecciones, fuera cual fuera el tema elegido por nuestro interlocutor. Con ser evidentes las monstruosas prestaciones de nuestra nueva testa cibernética, lo más destacado no serían éstas, ni siquiera su tremendo atractivo frutal, lo que más enamoraría es la asombrosa facultad para dar un giro mucho más estimulante, pero en el fondo muy natural, a nuestras sencillas conversaciones. Gracias a ella nos convertiríamos para todos en ese amigo al que siempre encontramos dispuesto a devanarse el cacumen y abrirse de corazón para ofrecer un ambiente refrescante, ambiente al que cualquiera que tuviera delante se entregaría con ganas, sintiendo, a medida que la charla avanza y se va haciendo más dulce y gustosa, un deleite parecido al de quien se lleva con pulcras dentelladas bocados muy apetitosos de esa inteligencia superior.
viernes, 12 de noviembre de 2021
Imposición de la verdad
El aterrizaje de la lógica en la ética, después del rigor vigente en los tiempos mágicos, siempre fue un asunto problemático y de consecuencias a veces devastadoras. Pensemos si no en cómo bajo el imperio de la razón se quiso en su día impregnar la ética revolucionaria con el impulso y la dirección de la filosofía ilustrada. Pero en cambio lo que llegó fue una armadura lógica que, con el pretexto de sostener la nueva sociedad, impuso una verdad inapelable en vez del dogma viejo. Dice Slavoj Zizek, y aquí puedo estar de acuerdo con él, que «una Verdad nunca se impone, porque, en cuanto la fidelidad a la Verdad funciona como una imposición excesiva, ya no tratamos con una Verdad, con la fidelidad a una Verdad-Suceso». Entiendo de ahí que la fidelidad a la verdad sólo es posible si puede ser ratificada mediante un suceso verdadero, nunca si la verdad acaba siendo asimilada a una creencia superior y consecuentemente impuesta. Históricamente ha sido una constante la personificación de esa creencia superior y eso ha llevado a la subsumisión y reflejo de la verdad en una persona, con la autoridad universal que ello supone. Esto ha dado pie a que la verdad se establezca socialmente no mediante la constatación empírica o el análisis lógico sino mediante un dictado. Zizek hace de este dictado clásico un chiste, pero en realidad ha sido criterio recurrente en jefes políticos, religiosos y hasta académicos. «Nunca cometo un error al aplicar una regla, puesto que lo que yo hago define la regla». Con ese gambito lógico, la ética queda ahí fijada ejemplarmente a través del ejercicio del dominio que al dictador le atribuye su autoridad.
jueves, 11 de noviembre de 2021
Cultivando mentes
Era su profesión y se sentía orgulloso, porque, gracias a ella, hacía ver, hacía entender, hacía imaginar... Con el tiempo hacer hizo mucho. Pero también hizo desistir, hizo sospechar, hizo temer, hizo renunciar e hizo quizá hasta daño, y eso no era parte de la profesión. Entonces ni siquiera vio, ni entendió, ni imaginó lo que eso supondría. Cuando uno profesa, atiende entusiasmado a una vaga promesa, pero nunca sabe bien lo que acabará haciendo crecer.
miércoles, 10 de noviembre de 2021
La línea de defensa del yo
«Haré todo lo que pueda por él». Él es el personaje principal y quien así se pronuncia nada más empezar, en la primera línea de la obra, que de este modo pasa a ser también la primera línea de defensa, es el autor de la novela. Lo que pueda hacer dicho autor por su personaje es para cualquier lector una incógnita, por más que cualquiera puede suponer que siempre goza de amplísima capacidad de maniobra. Aun así, por no entrar más a fondo, imaginemos el dilema más elemental: al final, ¿hay que salvarlo o condenarlo? Con su ferviente espíritu defensivo, lo probable es que se decante por lo primero. Además, conviene tener en cuenta que, de lanzarlo a la perdición, quizá en el abismo así abierto el personaje se lleve de la mano y arrastre en la caída al propio autor. Razón de más, pues, para redimirlo, aunque al hacerlo se perjudique la verosimilitud del cuento, merme la originalidad del invento y salgan a la luz las costuras con que está compuesto. En todo caso, hay que ponerse en el pellejo del autor y pensar que a nadie se le hace fácil liquidar públicamente a quien tanto se le parece.
martes, 9 de noviembre de 2021
Siluetas
En silencio parece estar hurgando algo nuevo en el cielo. Al final rompe: «De entre todos el punto que más me atrae es ese vibrante al que tú le niegas el favor de tus ojos. Al amparo de esa oscura luz, el día en que por fin los abras, allí mismo como una silueta espectral, me querrás ver». El ciego calla y mantiene su mirada estampada en el vacío, hasta que finalmente, fatigado de tanto sostenerla, la vuelve hacia la voz cantante. «Lo que ese espectro tuyo quiere es llegar hasta mí», susurra, «pero no está aún vivo y no logro percibir su latido. Además, no lo creo capaz de atinar con la puntual y esquiva claridad de mi luz, así que no lo imagino asomándose aquí dentro.», y se señala la cabeza, «Cuando te oigo, te supongo atraído por el cielo, pero lo cierto es que te mueves en plena oscuridad y, por mucho que buscas y rebuscas el punto, estás para mí perdido».
El orfeón parlante
Nada hay más absurdo que anunciar una borrachera, y más si es de palabras. Pero a todas horas se nos avisa de la inminente celebración de alguna diversión palabrera. Por ahí todo nos puede llegar, porque se supone que a todo somos capaces de darle cabida, ya sean discursos floridos, debates ácidos, escenas eróticas, oráculos tétricos, homilías salvíficas, declaraciones incendiarias, diálogos desternillantes, pronunciamientos revolucionarios o inquisiciones sanadoras. Toda la miseria verbal se reviste de gloria cuando le toca el turno al charlatán de turno, cuyas palabras nada más ser balbuceadas parecen llamadas a cubrir, dejando en pálido reflejo, la tristeza y la alegría, el asco y el deseo, lo inventado y lo sentido, el pasado y el futuro. En su voz, empastada casi siempre, todo nos suena a rancio, como antiguo, con esos tonos casi siempre guturales, tirando de vocablos legales y reconocibles pero de lejanos significados, convertidos en reclamos de dudoso sentido, cuando no en alaridos muy personales, que unidos a otros parecidos se elevan como gritos en horrible canto, atronando desde las tribunas en forma de aullidos, como de manada siniestra. Desde ese momento muda nuestro orador a gran maestre y corifeo, e imbuido ahí de responsabilidad ya no contempla la posibilidad de ceder su puesto y en su papel se regodea, intentando hacer creer que, al encuentro de sus palabras, acude todo un mundo recién creado, obra original de su dislocada imaginación, donde los goznes han quedado forzados y donde, una vez abierto el fabuloso portal, el rumor de la tempestad empieza a sonar con ecos de todo lo que rige ahí fuera, a la intemperie, todo lo que desde aquí los demás oyen y temen pero aún no ven. Es él quien llega para anunciarlo, es él quien a golpe de clarines y trompetazos marca con tremenda fanfarria palabrera el inicio de la nueva era, ésa en que hasta las palabras más mansas se desbordan provocando al caer en nuestros oídos estruendo terrible, abriendo por momentos brecha ahí por donde avanza la angustia y a la larga el miedo, miedo a que ese sonido, a que toda esa fina consonancia vocálica, que un día conocimos bien dictada, acabe, por incongruente y atropellada, en un susurro fluido, en un zumbido continuo y nos deje definitivamente sordos a merced de ese variopinto orfeón de charlatanes cada vez más ebrios.
lunes, 8 de noviembre de 2021
Filántropos y visionarios
Escribía Douglas Adams, hace ya más de 40 años, en uno de los capítulos de su serie radiofónica La guía del autoestopista galáctico, en clave de ciencia ficción, lo siguiente: «Y para todos los mercaderes más ricos y prósperos, la vida se hizo bastante aburrida y mezquina y empezaron a imaginar que, en consecuencia, la culpa era de los mundos en que se habían establecido; ninguno de ellos era plenamente satisfactorio. O el clima no era lo bastante adecuado en la última parte de la tarde, o el día duraba media hora de más, o el mar tenía precisamente el matiz rosa incorrecto. Y así se crearon las condiciones para una nueva y asombrosa industria especializada: la construcción por encargo de planetas de lujo». Ahora que entre los prebostes que dirigen grandes corporaciones se coquetea con la idea del turismo y las colonizaciones espaciales y que nuestro planeta va camino de la ruina según nos cuentan en Glasgow, aquellas palabras, presentadas entonces como ficción futurista, suenan hoy como premonitorias.
domingo, 7 de noviembre de 2021
Lo justo
Justo. Según la RAE:
1. Que obra según justicia y razón.
4. Exacto, que no tiene en número, peso o medida ni más ni menos que lo que debe tener.
Se observa ahí un evidente desplazamiento en el significado. Sorprende un poco esa entrada en liza de la razón en la segunda acepción lo que hace pensar que en el justo se ven igualados actualmente el orden moral y el lógico. Se completa así un viaje semántico que parece haber sido animado por la ilusión de llegar a calibrar y redondear conductas, y alimentado por la idea de que ganando en precisión abrimos camino a la equidad. Ahora bien, con la precisión se especifica tamaños, se miden fuerzas y, en su caso más extremo, se declaran superioridades. Así que, si al final es una cuestión de fuerzas, convendría prestar más atención a contraponerlas. La justicia corre peligro de desvirtuarse cuando una de ellas, convertida en razón indiscutible, deshace cualquier equilibrio e intenta imponerse. Por lo tanto, ahí lo más urgente para salvar la justicia es contraponer fuerzas, no pretender comedirlas.
De la balanza
Mientras unos lamentan su imposible quietud y equilibrio, otros viajan y disfrutan con su bullicioso balanceo.
sábado, 6 de noviembre de 2021
Deus ex machina
Hago venir palabras que a duras penas congenian. Unas sugieren, otras concluyen; unas alertan, otras calman; unas gritan, otras callan; unas ríen, otras lloran. Lo que unas abren otras cierran. Y con ellas puedo imaginar, a un lado a unos y a los otros enfrente, todos ellos individuos a quienes se las presto y a quienes hago que obedientemente me las pronuncien. Porque soy yo, sólo yo, quien maneja este curioso invento, el que tras dar entrada al primer acto decide que a continuación venga una rápida réplica. Ellos saben bien lo que tienen que decir y lo poco que importa cómo lo digan, del mismo modo que no tienen por qué preocuparse demasiado por lo que dicen. Las palabras por sí solas centellan y refulgen como rayos cuando en lo más alto entrechocan. Y así es como yo fabrico mis rayos e inundo el cielo de vistosas luces con las que anuncio a todos insostenibles promesas. A ellos no tengo ni que decirles que son la espontaneidad, el desenfado y el automatismo lo que en su debida dosis permite que ese contraste entre palabras alcance la providencial altura y pueda ser visto como magisterio sagrado. Porque, allá donde la secreta luz se revela, todo a su alrededor brilla por encima de la vana palabrería de modo tal que todos pueden, convenientemente deslumbrados, escuchar sin pestañear la palabra primigenia, la más penetrante, la que siempre se recuerda. Bien amaestrados, estos acólitos míos no sólo son conscientes de su papel sino de hasta dónde deben llegar. He marcado los límites a cualquier interpretación, todo está claramente definido. Pueden poner su propio énfasis, pero considero que son exigencias indiscutibles en su caso renunciar a la palabra una vez lanzada, esperar sereno la pronta respuesta y aguantar con ella el envido. ¡Figúrate, si no, que un día se hicieran sitio en el cielo porque creen que siempre han sido buenos, porque nunca faltaron a la verdad, porque hablaron según su justo criterio y porque actuaron movidos por su incandescente corazón! Por fortuna todavía hay nubes donde alojarlos para que se refresquen un poco y suelten desde allí su fluida rabia sobre los que abajo quedan y esperan. Pondré en boca de estos ingenuos, a modo de guinda, mis palabras más agudas, para que compitan y para que, al ver cómo hago de las menudas chispas fulminantes rayos, todos entiendan clara y elocuentemente quién es el que domina la escena.
viernes, 5 de noviembre de 2021
Lo mismo pienso yo
Están los libros y las columnas de prensa que se te ajustan como un guante, que halagan tu temperamento, tanto si es díscolo como si es bovino, y vienen a dar cobertura a lo que desde hace tiempo pensabas sirviendo de pretexto a lo que querías hacer. De ellos se suele decir que fomentan una corriente de opinión de la cual, sin saberlo y sin permiso, participas a título perfectamente anónimo. Tampoco sabes con certeza hasta qué punto es caudalosa esa corriente por la que te dejas llevar. Lo único que puedes intuir grosso modo es quiénes la integran, aunque es probable que caso de tener que conversar con alguno de ellos salieras espantado de sus razones, tan diferentes de las tuyas, tan desconcertantes, tan agresivas. El caso es que cuando tu mentor traduce a expresiones definitivas y contundentes tus tímidos pensamientos es cuando empiezas a comprender, viendo además la compañía que congregan, lo que en el fondo tu mejunje mental tiene de grotesco. Llega después el momento decisivo en que ves con claridad lo poco que te une al energúmeno que enarbola la estaca para resolver lo que hasta hace poco tu veías como una diferencia de opinión. Embarcado, y no por azar sino por desidia, en el equipo camorrista, te sientes como si hubieras sido objeto de un secuestro del que sólo tu mismo eres culpable por tu manifiesta pereza mental y por abandonarte dejando que otros den expresión nítida y ejerzan de arietes contra todo lo que se tenga tieso con ayuda de tu vacilante forma de pensar.
jueves, 4 de noviembre de 2021
Estar fuera de lugar
Veo series y películas, sigo relativamente atento a las tendencias dominantes en el mundo de la ficción audiovisual y no dejo de preguntarme, entre otras cosas, si la mejor armadura para las historias radica en los personajes o las tramas. Supongo que a los guionistas les resulta difícil decidirse. Del mismo modo que hay excelentes tramas corales (caso de The Wire), hay propuestas que no se sostendrían sin la solidez que prestan a la historia personajes bien perfilados (caso de House). Ahora bien, pienso también que, a la hora de perfilar los personajes y vertebrar la trama, se recurre con demasiada frecuencia a lo que podríamos denominar personajes limítrofes. Me refiero a personajes cuyas andanzas, por vivir inmersos en una situación problemática, ajenos a la norma general y en el límite de lo que podríamos entender como dominio social, dan con facilidad vida a tramas que resultan bastante atractivas para quien las disfruta y las ve de lejos, mayormente desde el sofá. Los guionistas no parecen tener especial dificultad en imaginar nuevos caminos a la perversión explorando la compleja psicología humana, en ampliar las facetas agresivas con que actúa el tipo abusivo y sin escrúpulos de siempre o en dibujar sencillas guerras entre buenos explícitos y malos solapados. Escogida una situación, o mejor diríamos un tema, pongamos por ejemplo la droga, los personajes surgen con facilidad y el esquema de la historia, calcado de cualquiera de las contadas variantes existentes, no tarda en hacerlos encajar. Junto al atribulado drogadicto surge su proveedor, un cínico que no duda en ahondar el pozo en que lo encuentra, y frente a él el redentor que llega al rescate a pesar de las múltiples dificultades con las que topará en el transcurso de su misión. Añadamos al cóctel amigos, parientes y sobre todo niños para que todo respire naturalidad en un ambiente de entrada inhóspito pero que siempre es fascinante para el espectador de sofá. Vistas veinte de estas variantes, la sensación que se nos queda es que ya las hemos visto todas. Nada llega realmente a sorprendernos. Salva esta circunstancia que siempre puede enamorarnos uno o varios de los intérpretes que entran en juego (grandes interpretaciones, imponente físico, encaje con el papel y demás). Así, gracias a ellos, acabamos por reflotar como si fuera un navío nuevo lo que desde hace años vemos navegar entre las ondas audiovisuales, o sea por cualquier plataforma o cadena. A veces me digo si para no caer en repeticiones insulsas no sería mejor partir de personajes menos limítrofes y como me cuesta decir normales diré simplemente más convencionales. He llegado al convencimiento de que el argumento más verdadero —prefiero evitar también lo de trama—, y en definitiva más productivo, aunque sea por incómodo, surge cuando se lleva a uno de esos personajes convencionales a una situación límite, a una situación en que quedaría fuera de su zona de confort. Podemos comprobarlo viendo cómo las aventuras de verdad atractivas, la más inquietantes, se dan cuando un tipo como el vecino de escalera se ve inmerso en un viaje insospechado, cargado de giros aparentemente naturales. Son esas aventuras las que comprometen su manera de comportarse habitual, las que lo enfrentan a nuevos dilemas. No hablo, por tanto, de retos olímpicos o de cuadrar la voluntad hacia objetivos, hablo de situaciones que muestran al hombre común el reverso oscuro de su normalidad, hablo más bien de dilemas morales.
El lema más actual
Ni siento lo que digo ni digo lo que siento. Así de sencillo es el lema más productivo y universal de los que rigen en la actualidad. Porque la cabeza y el corazón no pueden ir de la mano. Es arriesgado. Escribe el poeta: Envuelto en aroma de jazmines amanezco en la gloria, cuando debería decir No hay mañana en que no me espante ella con su aliento. Sentencia el empresario: La reestructuración exigirá de todos enormes sacrificios, cuando debería decir Trescientos se van a ir a la calle, para mí sobran. Alerta el obispo: El cielo es patrimonio exclusivo de quienes observan la ley divina, cuando debería decir Aquí sólo puede haber cielo por ley para quienes disfrutamos de patrimonio. La verdad queda siempre comprometida, pero la mayoría de las veces acaba quebrada, en su permanente vaivén entre cabeza y corazón.
miércoles, 3 de noviembre de 2021
Demasiado estruendo
El estruendo informativo en torno a lo verde, por decirlo de una manera abreviada, es más que sospechoso. Han puesto en marcha una máquina destinada a propagar ilusión con la que nos quieren hacer creer que gobiernos y corporaciones han hecho un acto de profunda contrición y, en un insólito ejercicio de voluntad propio de conspicuos pecadores, se van a aplicar en la enmienda de sus políticas anteriores. La credibilidad de todos esos fervorines voluntariosos difundidos desde las tribunas es más bien escasa, al menos en mi caso. Hacernos creer que hay un cambio de ciclo en el trato a lo verde es inútil mientras no se observen nuevas intenciones, contando además conque las pocas que florecen no se traducen en acciones claras. Desde luego el principal motivo de descrédito tiene que ver con la trayectoria de quienes se exhiben dispuestos a subsanar sus anteriores acciones. Somos muchos los que pensamos que la única acción posible por su parte, la que podría reparar en alguna medida, por mínima que fuera, las fechorías que venimos padeciendo, es su retirada voluntaria de la representación pública. Ese sí que sería un ejercicio de voluntad efectivo. Los giros copernicanos en conducta son difíciles, pero en pensamiento son casi imposibles. Nunca me podré fiar del proyecto que lleva adelante quien un año antes patroneó el contrario. Lo oportuno es darle entrada a quien crea en él, o sea lo oportuno es cambiar de patrón. Lamentablemente pronto el estruendo pasará y en silencio las cosas volverán al sitio de donde ocasionalmente salieron. Como no quieren ver cuestionada y deslucida la vitrina informativa con la que se da cobertura al negocio, seguirán inundándonos como ahora con una imparable cascada de cordiales saludos, afanosos conciliábulos y exitosos acuerdos.
martes, 2 de noviembre de 2021
Antíope
Aunque sean homónimas, el destino mítico de las dos Antíopes es bien divergente. Poco tiene que ver la suerte corrida por la Antíope hija de Nicteo, rey de Tebas, a la que Zeus seduce tras presentarse ante ella como un sátiro, con la Antíope hija de Ares y reina de las amazonas, figura principal de la célebre batalla póntica en la que se ve enfrentada a los héroes griegos Hércules y Teseo. En principio la imagen de la mujer armada poco tiene que ver con la de la seducida. La seducida viene a reflejar dramáticamente el sometimiento que la cultura ha venido aprobando para la condición femenina. La mujer armada maneja un arma de doble filo: por un lado, asume el rotundo poder de la fuerza; por el otro, sabe que puede valerse también de la seducción. Esta última duplicidad parece haber dado buen juego en los melodramas del barroco musical y ha situado a Antíope en el centro de unas cuantas óperas. La figura, particularmente tornadiza, si no afeminada, de Teseo (con su larga lista de amores inconclusos), conviene bien como contrapunto a esta mujer fuerte y calculadora. Si la trama se completa con figuras imponentes como Hércules o con príncipes que buscan el amor travestidos de amazonas, las relaciones traídas y llevadas por el amor y la fuerza, se complican y la intriga crece. Todo este juego de géneros dobles propicia toda suerte de intrigas amorosas, contrastando su frágil sutileza lírica con intermitentes episodios de exaltación guerrera. La escena final de L'Antíope de Carlo Pallavicino parece reflejar ese hábil dominio de la situación por parte de la reina de las amazonas, que derrotada en el campo de batalla resulta vencedora en el amor, gracias a su astucia y al arbitrio del poderoso Hércules. Es precisamente en esa escena en la que la vemos cantar este vibrante Ven, corre, vuela a mis brazos. En honor a la verdad, digamos que el libreto de la ópera es de su hijo Stefano y que quizá esta aria final fuera obra, tras morir Carlo, de Nicolaus A. Strungk. La obra se estrenó en Dresde en 1689. Sólo queda por añadir lo maravillosa que resulta esta interpretación del aria, una de las más hermosas que conozco, a cargo de Lea Desandre.
Vieni, corri, volami in braccio, L'Antiope (1689), Carlo Pallavicino
Mezzosoprano: Lea Desandre.
lunes, 1 de noviembre de 2021
No están, pero aún son ellos
Hubo un tiempo en que la muerte tenía algo de fascinante y mirando a ella podíamos imaginarnos como futuros pasajeros de un viaje trascendental. Delirios de juventud, quizás. A medida que maduramos viene calando en nosotros la idea de que toda muerte encierra un secreto, quizá la clave de una vida, llenando de colorido dramático y desfigurando todo lo que en ella hay de terriblemente natural. En ambos casos, en el del viajero y en el del guardián de la llave, la muerte parece servir al interés de un protagonista, que no es otro que el muerto. Bien podría la muerte ser vista como una suerte de reintegro al patrimonio material que la naturaleza ostenta, pero esa entrega parece carecer del halo desgarrador que adorna al protagonista en cualquiera de los dos casos. Lo más difícil es aceptar que no hay tal protagonista, que la muerte lo despidió y que lo que nos queda es su fantasma. En el recuerdo de los vivos, ese fantasma es el que ha asumido sus formas y maneras. Pero, como desconoce su secreto y carece de plan de viaje, nada protagoniza, sólo llegamos a verlo vagar. Y así, como fantasmas vagabundos, nos acompañan los que un día fueron. Algunos incluso dicen verlos, no así la mayoría. A lo sumo podemos adivinarlos en esos vacíos a los que damos meditada forma a base de hechos y lugares, de acuerdos y disputas, de amores e inquinas. Es todo lo que su paso nos deja: unos vacíos en los que aún creemos reconocer su huella.
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