La dicha apenas se disfruta, el verdaderamente dichoso es el que sabe soportar su desdicha.
viernes, 31 de diciembre de 2021
El arte de ahuecarse
Cuando quien habla trata de engalanar su discurso con el fin de seducir a su público, echa mano de los más diversos recursos. La mayoría son de todos conocidos. Está el uso de un léxico extremadamente técnico o simplemente raro, por ejemplo, que tiene un efecto intrigante pues dota al hablante de repentina autoridad y en muchos casos hasta lo subyuga. Puede también salirse de lo común combinando el encendido énfasis con pausas prolongadas, maniobras que dejan al oyente en ansiosa espera. Aunque las palabras provocan de este modo conmoción, no se puede asegurar su efecto positivo, pues tan pronto puede uno ganarse al oyente como aburrirlo y verse enfrentado a su rechazo. Otra posibilidad es trabar las palabras y formar frases breves y contundentes. Ahí el asombro puede ser aún más efectivo, ya que no hace falta que el dicho resulte trascendente y traslade algún principio moral o que nos inculque una regla práctica para nuestro día a día. A veces basta con que el dicho sea sonoro. Luego, una vez redicho, puede que suene a hueco, pero para entonces ya ha ganado terreno y cosechado la aprobación de los más simples. Porque siempre hay quienes se aprestan a celebrar estas sentencias sin acabar de entenderlas, por más que haya otros que en silencio las rumian durante un rato para finalmente decidir que son absurdas e indigestas. Se cuidarán, no obstante, de declararlas en público como tales, pues durante un buen rato resonarán en sus oídos los aplausos fáciles de la mayoría, puede que a hueco, pero resonarán.
Se entra en un nivel superior con un público más exigente si se crean imágenes. Las imágenes poéticas tienen un venero inagotable en la contemplación de la naturaleza, pero no están al alcance de cualquiera. Afortunadamente, hay otras muchas imágenes, meramente formales, que no requieren de demasiado contacto con el exterior. En este sentido la esgrima gramatical y los juegos de doble sentido suelen ser bastante efectistas a la hora de hacer frases. Si tirando por la primera vía se pone uno a explotar la lógica, siempre puede contar con el efecto sorprendente de las tautologías, que además no comprometen ningún significado. De éstas se puede sacar provecho, eso siempre que a uno no le asuste demasiado ahogar la lógica en la nada y presentarla sin cobertura, en sus mondos huesos. Decir «yo soy el que soy» intriga más de lo que asusta, pero lo seguro es que quien lo dice gana cierto lustre como pensador profundo. Otras frases, sin embargo, dejan a su paso desconcierto, sobre todo porque quien las pronuncia quiere con ellas de algún modo definirse y quien las escucha no acaba de verlo. Hoy mismo oía en la radio a uno decir «quien me busca me encuentra» y lo primero que se me ha ocurrido es que el tipo no debe ser transparente, pero a partir de ahí no he sentido ninguna necesidad de buscarle. De la misma condición son expresiones de confirmación exhibicionista, pero carentes de cualquier interés para quien las oye. «A mí me debo» decía otro como para dejar fuera de juego a los demás y poner de relieve un deber bien sencillo y poco exigente, justo el que, quieras que no, tenemos con nosotros mismos. Desde la estupidez bien se puede hacer sin gran esfuerzo pedagogía perversa: «Olvida lo que tienes y piensa en lo que no tienes». Ojo con la mirada ajena, no vayan a sacarnos de dentro al monstruo: «Si me miras, no me digas a quién ves; si no me miras, cuídate porque yo te miraré». Otras más: «Aquí tienes a un devoto de la locura», suelta el cuerdo para absolverse. Junto a éstas, hay un sinfín de expresiones enrevesadas que se caracterizan por no ir a ninguna parte, o sea prescindibles. Atención a este quiasmo: «Si el que quiere puede, una vez que pueda querrá más». Presto ahí el oído para ver cómo suena y la verdad es que no llego a adivinar dónde estallan esa clase de cargas de pretendida profundidad.
jueves, 30 de diciembre de 2021
No me basta un número
La verdad oficial suele venir refrendada por algún número (índice de precios, cantidad de parados, longevidad media, delitos anuales, etc.) cuya pretensión es marcar la actualidad y servir además de escudo frente a los pesimistas o reticentes, quienes a renglón seguido son tachados de malpensados. En nuestra memoria nos sobran casos, no obstante, como para dudar de que un solo número garantice la verdad, más cuando éste es emitido por un organismo oficial. El método, pretendidamente inapelable, busca el encantamiento general gracias a la magia hipnótica de los números. Hemos visto cómo, en cuanto se desata uno de esos frecuentes temporales mediáticos en torno a un acontecimiento de gran impacto social, la autoridad emisora desgrana un rosario informativo-numérico que tiene más de rogativa para ahuyentar males mayores que de reflejo fiel de los hechos. Se intuye que su interés en retratar las cosas ha pasado a último término y que los números exhibidos son mera pantalla a fin de darle un asequible tono rosa a lo que sucede. De hecho, difícilmente un número puede sintetizar la gravedad o levedad de una crisis. Resignémonos, la realidad nunca va a quedar perfilada mediante un conjunto de parámetros. Los modelos presentan un sesgo inconfundible que apunta a quien los ha creado. Deberíamos convencernos de que, incluso una primera descripción de los hechos, no digo ya la síntesis de una situación, precisa de algo más que números y de que, aunque se dé por supuesto, no debe faltar en ella un telón de fondo que los concrete frente al pasado. El ajuste paramétrico no es sino un enfoque, en el mejor de los casos es un modo de mirar, a menudo marcado por la intención y desde luego no siempre perspicaz. Nunca un número será la síntesis de nada. La síntesis es un complejo proceso que obliga a abarcar una totalidad. Normalmente esa unidad de conjunto parte de hipótesis tácitas relacionadas con el alcance de nuestra vista y con la definición de un posible horizonte hacia el que deseamos progresar. Frente a todo esto, la foto que ofrece la autoridad con su número es una instantánea casi siempre borrosa cuyo contorno final queda a cargo de artistas de la estadística que, a base de maquillaje, dan a la imagen visos de rotunda verdad. Con ese flamante atuendo numérico se hace aparecer la verdad oficial, dotada de un aire tan persuasivo y perentorio que da motivos para que muchos pensemos que detrás de lo que se muestra quizá no haya carne y hueso sino una simple ilusión visual. Todo esto viene a ser como mirar al cielo y creer que, por haber aprendido a seguir oficialmente las trayectorias visibles y tener un calendario con números, ya hemos atrapado en el firmamento hasta la última verdad.
miércoles, 29 de diciembre de 2021
Llevamos marca de origen
Empeño imposible, dejar de ser de donde uno es. La renuncia puede ser pública, muy sonada y cargada de solemnidad, como quien abjura. Pero los recuerdos no pueden ser guardados y encerrados; imposible que quepan en una caja, nadie puede enterrarlos antes de tiempo en un ataúd. Puede uno cambiar de lengua, de costumbres, de ideas; por poder puede también cambiar de piel, de cara o de fisonomía. Cabe incluso una solución más radical, esa que se da cuando intenta uno renacer como otro, de otro lugar, de otra tierra remota y pasa a ser adoptado por una urbe anónima donde alivia pesares y la vida es más sencilla. Al final, sin embargo, un simple detalle, una elección nimia, un gesto impensado delata esa raíz lejana que celosamente ocultaba y cubre en un solo instante esa distancia que con tanto esfuerzo agrandó, mostrándolo ante todos, para su sorpresa, como el personaje genuino, el lugareño insospechado, el tipo auténtico que nunca quiso ser.
martes, 28 de diciembre de 2021
Ser, creer ser y poder ser
La primera forma de llegar a conocer lo que uno es (no digo tanto como identificar qué es) es ir sondeando lo que cree que es. El elevado o bajo concepto que uno tiene de sí mismo sirve de punto de partida a la hora de estimar posibilidades, imaginar acciones y establecer planes que lo definan. El éxito o fracaso que ahí se cosecha contribuye a alimentar nuevas creencias sobre uno mismo. Insistiendo en ese proceso, se suceden distintas formas de creer lo que uno es, formas que se van echando en una mochila que cargamos sobre nuestros hombros y que con el tiempo empieza a pesar. Tanta es la carga de hecho que no le permite a uno apreciar bien la creencia fundamental, la que sirve a todo esto de sostén y que a duras penas ve. Por fin la crisis se desata y uno pasa a creer lo que no acertaba a ver: que no está en condiciones de determinar mínimamente quién es. Tras esa conmoción, en la que pierde uno toda referencia a su forma original de ser, empieza a convencerse, abrumado por el enorme cúmulo de creencias que arrastra, de que realmente es quien, de un modo u otro, cree que es. Si en algunos casos esta creencia final desemboca con aires solemnes en una profunda megalomanía, en otros, quizá en la mayoría, da lugar a una manía de signo contrario. De tanto creer que está uno ante la auténtica versión de sí mismo, el edificio bajo el que uno mantenía su historial parece innecesario y, bajo el peso de tanta creencia dudosa, se hunde. Defraudado ante tanto intento fallido por conocerse, sin creer en sí mismo, uno pasa a retraerse, a mantenerse reservado. Su propio instinto de conservación lo lleva limitar, a reducir al mínimo su espacio de actuación. Su preocupación ya no es actuar sino ser uno mismo. Una vez arrumbado su crédito e instalado en los escombros, ese descreimiento creciente funciona a la manera de una poda que va mutilando sin compasión el desarrollo de nuevas ramas. Llega así el momento en que, absolutamente descreído, uno ya «no se ve» actuando en ciertos espacios ni ejerciendo un papel en el que encuentra difícil reconocerse. De algún modo todas estas creencias negativas le imponen a uno un marco vital en el que el juego, además de restringido, resulta repetitivo, casi asfixiante. Así, el mundo propio va mermando constantemente, lo que deja al actor, o sea a uno, a la defensiva. Poco a poco corta los contactos a través de los cuales hilaba nuevas creencias, mientras incuba la idea de que no le merece la pena ir más allá. Bajo el peso de tanta falsa imagen de sí mismo, está convencido de que «uno sólo puede ser lo que es». Para su desgracia, «lo que es» no difiere ya en nada de la peor versión que de sí mismo quiso creer. En definitiva, a ojos del minimalista deprimido en que se ha convertido su penosa creencia en sí mismo no sólo define injustamente lo que es sino que arruina irremisiblemente lo que podría ser.
lunes, 27 de diciembre de 2021
Deuda de luz
—Te haré venir de la nada y verás entonces llegar tu día.
—No te conozco. ¿Quién eres tú? ¿qué favores me prometes?
—Nada tangible te prometo, tan sólo te haré llegar la luz.
—Ya. ¿Y de quién seré luego deudor, del sol o de la luna?
domingo, 26 de diciembre de 2021
Otra vez con el sexto sentido
Hace no mucho trataba de identificar y poner de relieve sentidos que permanecen inéditos en nuestro interior, esos que no radican en ningún órgano en contacto con el exterior. Se me ocurrió entonces que la intuición era un firme candidato al disputado puesto de sexto sentido. Hoy me viene a la mente otro poco reconocido, aunque bastante difundido, aunque con desigual suerte. Éste del que hablo consigue iluminar como ningún otro nuestros pasos. No me parece que aporte mayor certeza a los mismos, pero sí que los dota de cierta claridad; no lo veo como la antorcha que guía nuestro camino, pero al menos le imprime un tono algo alegre; tampoco creo que sirva para conocer más mundo, pero estoy seguro de que ayuda a enfrentarse con ventaja a él. Es por esto por lo que he decidido presentar como firme candidato a sexto sentido al inefable sentido del humor.
sábado, 25 de diciembre de 2021
El tiempo no conoce deberes
El adivino falló y lo que no debía de suceder sucedió. La vida pasó a ser una incógnita en esa nueva fase, a la que entró algo convulsa e indecisa, sin deberes ni guion. Puede que no lo entendiéramos del todo, pero el azar nos hizo libres.
Vendrán otros tiempos
Me reservo de calificarlos, peores o mejores, ¿quién sabe? Alivia pensar, en cualquier caso, que los tiempos actuales pasarán como los anteriores a la historia, o al menos eso se dice. De allí esperamos que nadie conseguirá moverlos, aunque mayormente en vano. Porque, por más que quizá no se muevan, es casi seguro que, impulsados por un raro reflejo, reaparecerán bajo otro ropaje, como una nueva versión del pasado. En todo esto llama la atención con qué despreocupación lo asumen las nuevas generaciones. Debe ser cosa de la naturaleza humana lo de repetirse, más en sus errores, desgraciadamente, que en su logros. Estos últimos se asimilan e integran con bastante facilidad hasta resultar algo natural. Al fin y al cabo, se supone que los logros nos hacen crecer y mejoran nuestra condición, mientras que sobre los errores se suele echar tierra hasta que se olvidan. Más tarde, de repente, cuando menos se espera, nos sorprende ver nuestros errores de nuevo ahí. Parece como si no quisiéramos advertirlos, pero tanta repetición es el indicio más elocuente de que vivimos metidos en una rueda que recupera tendencias del pasado, y no siempre las más provechosas, para convertirlas en episodios aparentemente novedosos. Se me ocurre que no tenemos tantas ideas como para salir airosos de las nuevas dificultades que la vida nos plantea, así que recurrimos, de buen grado o in extremis da igual, a fórmulas que dieron lugar a grandes fracasos haciendo de este modo gala de una amnesia histórica preocupante y recibiendo por ello a menudo un castigo no sé si merecido pero sí inesperado y difícil de soportar.
viernes, 24 de diciembre de 2021
Toca música
Como instrumento el violín alcanza probablemente su apogeo en el siglo XVIII italiano y Corelli es uno de sus más influyentes valedores. Quizá sea digno resaltar que Corelli sólo escribió música instrumental y que, si no fue el inventor del concerto grosso, compuso sin duda alguno de los más memorables. Impuso en ellos un estilo que creó escuela. Entre sus alumnos se cuentan algunos compositores, como Locatelli, Geminiani o Gasparini, que dieron significativo brillo a este instrumento. Por lo que se refiere a los conciertos, el más famoso de los 12 que componen su Opus 6 sería el que se indica fatto per la notte di natale. La idea de una Navidad estridente y bulliciosa no va desde luego con este concierto, que si por algo se distingue es por su elegancia y serenidad. No falta en los movimientos allegro el diálogo vivaz y colorido entre los dos violines, secundados en todo momento por un violoncello profundo e inspirador. Por reunir las virtudes principales del concierto he escogido el tercer movimiento, que alterna los adagio inicial y final con un breve allegro intermedio. La música no se acaba ahogando en la melancolía sino que fondea en el ánimo dejando un poso de equilibrio. Las figuras instrumentales del concertino componen en su conjunto un edificio sonoro de enorme atractivo en el que uno pronto se acomoda para disfrutar de sosiego. La interpretación de Enrico Onofri es impecable: vibrante en sus arpegios e intensa cuando la gravedad lo exige. El conjunto que le acompaña hace valer su calidad, resultando cautivadora, gracias a su interpretación, la escucha de esta obra.
Concerto grosso, Op. 6 nº8, Fatto per la notte di natale, Arcangelo Corelli
Imaginarium Ensemble, dir. Enrico Onofri.
jueves, 23 de diciembre de 2021
Saldo corrector
A quien cree que se le está pagando más de lo debido le serán públicamente rendidos, como raro y curioso ejemplar laboral, los mayores honores y le serán rápidamente rebajados, para su tranquilidad, sus abultados e injustos honorarios.
miércoles, 22 de diciembre de 2021
¿Debemos conocimiento a la intuición?
Al arrimo de la sentencia aristotélica «Nada hay en el entendimiento que no haya pasado antes por los sentidos [Nihil est in intellectu, quod prius non fuerit in sensu]», hay quien ha llegado a afirmar que «no hay materia de conocimiento que no haya sido tratada antes por Aristóteles». Lo cierto es que desde entonces el lenguaje y con él la filosofía han sufrido innumerables mudas, lo que ha permitido a muchos estudiosos actuales «redescubrir la rueda filosófica» y aplaudirse por ello sin mostrar en su obscena exhibición de docta ignorancia ningún pudor.
Volviendo a la máxima de Aristóteles, lo primero que deberíamos establecer es lo que entendemos por sentidos. De forma genérica, los sentidos adquieren significado por su contribución a la percepción sensorial. Como en la percepción partimos del cuerpo, los diversos sentidos buscan soporte en algún órgano sensorial. Así vamos emparejando la vista con los ojos, el sonido con el oído, el gusto con la lengua, el olfato con la nariz y el tacto con la piel, para completar entre todos la lista de los cinco reconocidos. Llegados a este punto, cuando uno intenta captar y registrar otras sensaciones, tiene la impresión de avanzar sin red hacia lo especulativo. La especulación viene de algún modo a quedar cifrada en si existe o no una percepción extrasensorial o, más exactamente, al margen de los cinco sentidos. Ahora bien, no parece posible descifrar esa sensibilidad extrasensorial sin deslizarse a un terreno sumamente resbaladizo: la intuición.
Es evidente que los sentidos, digamos convencionales, determinan en gran medida el modo en que conocemos el mundo. La pregunta entonces sería: ¿el conocimiento depende de forma exclusiva de ellos? Siendo los sentidos condición necesaria para el conocimiento, según Aristóteles, ¿son precisamente estos sentidos la única vía para dar algo por conocido? Sospecho que debemos a la intuición algo de nuestro conocimiento del mundo, al menos en su faceta más inmediata. Puede que el mundo intuido peque de vidrioso, pero ha dirigido con frecuencia nuestros pasos a la hora de indagar. La constatación empírica posterior no ha hecho sino confirmar con frecuencia el conocimiento que ella nos avanzó. Esto nos llevaría a proclamar la existencia de un sexto y quizá de muchos otros sentidos. Sin embargo, la existencia de los mismos carece de respaldo físico y sólo se adivina tras el horizonte especulativo que parece rodear al mundo sensorialmente accesible. Salir de ese dominio de los cincos sentidos es aventurarse con peligro de hacer naufragar el barco que custodia la verdad.
En todo caso, estimo que para ampliar la idea de conocimiento con una forma indiciaria, con un preconocimiento indicativo, habría que redefinir lo que es un sentido. Un sentido es, en sentido amplio, una forma de acceder a lo incierto y de hacer pie ahí. Cada sentido acaba por mostrarnos una geografía distinta y, en consecuencia, una forma de ver el mundo. A medida que el sentido pierde su referencia física y deja de basarse en un órgano común (ojos, oído, etc.), entra en juego la percepción personal, no siempre indescifrable, que sirve de base a sensibilidad extrasensorial. Evidentemente las diferencias personales dan lugar a mundos muy diferentes, pues el sentido con que enfoca el mundo cada individuo es diverso. He citado la intuición, a la que habitualmente se relaciona con ese sexto sentido, un sentido casi ahogado en el humano pero todavía muy vivo en otras especies próximas. En nosotros parece haber quedado como algo residual, sin otro interés que el premonitorio, ejercitándose en hacer augurios o en crear mundos distópicos. En otras especies, sin embargo, sigue enraizado en el instinto como recurso fundamental de supervivencia. Saber dónde están los peligros y advertirlos de antemano ¿es o no es una forma de conocimiento? Presentir o adivinar la solución de una cuestión antes de que el razonamiento llegue a confirmarla ¿es una forma de adivinación o un filtro evaluador de indicios?
martes, 21 de diciembre de 2021
Reivindicación del tonto
Nos creemos perspicaces por ese afán que tenemos de sondear en nuestras profundidades mentales, hasta que salimos a la superficie y enseñamos la última tontería encontrada. Sucede generalmente que, sin entrar en materia, nos imaginamos espíritus penetrantes, capaces no sólo de ver sino de llegar hasta el fondo, pero que luego, tras sumergirnos, enseguida nos empieza a faltar aire. De hecho hay quienes al poco tiempo se hunden con todas sus ideas sin remedio, mientras que otros, más ligeros, empiezan pronto a moverse y a disfrutar en el nuevo medio como los peces comunes, siempre tan intuitivos, zonzos y felices.
lunes, 20 de diciembre de 2021
El factor tu
La novedosa consideración del factor tu, seguida de su inclusión en la terapia de los desórdenes escépticos más corrientes, se ha revelado particularmente beneficiosa a la hora de corregir la deriva de estos pacientes, carcomidos por la perpetua duda y, sin embargo, tan arrogantes y correosos casi siempre. Hay casos en los que incluso se ha conseguido hacerles que crean en todo lo que nunca antes creyeron que llegarían a creer. La entrada en el credo canónico, que el escéptico, llegado el momento, vive como una auténtica y gozosa epifanía interior, se va gestando tras entablar una relajada conversación con el terapeuta tuísta acerca de las horribles dudas que le asaltan. Gracias al adecuado empleo que éste hace del factor tu, se consigue principalmente que el paciente centre más sus sentidos en lo inmediato, en particular en quien desde el amable tu le atiende. Con ello contribuye, ya desde la primera sesión, a desarrollar una incipiente credulidad. Las sucesivas sesiones no hacen sino confirmar el poder curativo de ese tu que la nueva terapia parece inspirar. Si son hábilmente administradas, las palabras de su interlocutor pronto dejarán de parecerle ordinarias, entre sí se potenciarán y cobrarán un carácter rehabilitador. Pero, aun siendo importantes, no son propiamente sus palabras las que trasladan el poder convincente del factor tu, importa mucho más el crédito personal que el paciente reconoce en el terapeuta. La doctrina tuísta atribuye a sus gestos y miradas, a la cercanía de un tu, efectos que sus razones no consiguen desembarazar. De hecho, cuando el tu terapeútico no intriga con su presencia la conciencia, el factor tu permanece estático, ajeno a variación, incapaz de llevar a convencimiento. Sin embargo, cuando ese tu, convencido de sí mismo, apunta hacia el escéptico, el factor despliega todo su poder y favorece con su imparable crecimiento un consenso en torno al credo, en el que se rinde a la evidencia mostrada por el terapeuta. El progreso del factor es paulatino pero eficaz: al principio se va recreando en los objetos que quedan a su alcance y le son señalados como próximos; de ahí pasa el factor tu a intervenir en los conceptos que se derivan de ellos; el tuísmo sostiene que el aura conceptual resignifica la figura del tu terapeuta, cuya presencia por sí sola es un factor de convicción; finalmente, en su apogeo, el factor logra de un modo magistral lo que parecía imposible: captar esos conceptos para ponerlos al servicio del objetivo terapéutico. Gracias a esa traslación inspirada hábilmente por el tu, y bien conocida en los esquemas tuístas, en pocas sesiones el daño escéptico experimenta unos niveles de mejoría sorprendentes.
Como la literatura clínica es ya considerable, me gustaría traer a colación un ejemplo bien significativo. Éste es el caso de un escéptico tenido por irredimible tras haber sido sometido a toda clase de terapias. Se presenta a la consulta obligado por la autoridad, pero en manifiesto orden de batalla. Nada más enfrentarse a su terapeuta interlocutor hace gala de su desconocimiento, así como de un profundo rechazo del método tuísta. «Tú pretendes ver en mi ese tu que nunca aceptaré para mi«, me advierte, y sigue: «Debes reconocer que somos forzosamente túes enfrentados y difícilmente conciliables. Admítelo, tú nunca te reconocerás en el tú que representas para mí, del mismo modo que yo no acepto ese tú con el que me identificas». La presencia de un observador externo, ignorante de la terapia en curso, permitirá constatar de forma más fidedigna los progresos. Nada registra de las primeras sesiones, pero llega el día en que ve surgir en el escéptico un tímido convencimiento. En unos meses el crecimiento de ese germen, impulsado por el factor tu, le llevará a rendirse a las propuestas venidas de su interlocutor. El observador, que sigue pacientemente el proceso, pronto verá llegar el momento culminante en que el escéptico afirmará sin complejos su nuevo credo. «Me veo obligado a creer lo que tengo delante de mis ojos, justo lo mismo que lo que ves y crees tú». Con esta profesión de fe queda el exescéptico al amparo de ese tu, y desde ese momento su interlocutor ejercerá como tutor y protector de sus creencias. En su informe el observador reconoce el demoledor éxito terapéutico: «Sin ser él aún tú, el factor que tan hábilmente has manejado ha forjado en él un nuevo creyente, alguien que ya no sabe bien cómo podría dudar de ti, que sólo cree en ese fascinante mundo lleno de sombras y figuras portentosas del que con tan entusiasta convicción le has venido hablando tú».
domingo, 19 de diciembre de 2021
Deseaba ser otro
Salió de la pía reunión decidido a ser otro. Durante un tiempo hizo lo posible por serlo, aun así seguía siendo uno, el de siempre, y no veía cómo desmarcarse. Lo intentó con el espejo, salió espantado; se presentó como su versión mejorada, lo llamaron pobre hombre; se desmelenó en plan león fiero, cuando era sólo una de sus pulgas; mudó cien veces de piel, sin poder confundir a nadie; amenazó entonces con aparecer como un fantasma, pero todos lo tomaron a risa. Un buen día hubo un horroroso crimen y ahí vio él cómo llegaba su oportunidad. Nadie conocía bien el asunto, pero a todos les daba por culpar al recién llegado, al tipo desconocido, al extraño, al indeseable, al otro. Como la policía no conseguía concretar el perfil del asesino, decidió darle cuerpo asumiendo ese sufrido papel. Fue asombroso, poco después encajaba a la perfección. A decir verdad, el otro, el culpable, no era exactamente él, pero tras haber dado el salto no veía razón para renunciar a ser ese otro, aunque fuera un poco infame. Por ese aclamado éxito policial, que para él fue más bien discreto, acabaría pagando un elevado precio.
sábado, 18 de diciembre de 2021
Camino de las estrellas
Son pocos los que encuentran su camino reflejado en las estrellas. Observadores incansables, descubren en ellas destellos prometedoras, palpitaciones sugerentes e invitaciones claras, llamadas que los demás nunca acertaremos a ver. En el Zodíaco, en sus distintas figuras, podemos encontrar un mundo tan lejano como largamente interpretado. Asociarlo a un escenario por el que salen a la luz nuestras emociones más íntimas es algo más que una metáfora. Hay metáforas, y esa sería una de ellas, que descienden en nuestra mente hasta sustratos muy hondos, al punto de sintonizar con registros arquetípicos, con fibras muy elementales, donde quiera que todo ese material se encuentre. Sacar de la disposición estelar más conocida una osa es una ilusión atrevida, no más en todo caso que hacer de la constelación cercana un arquero. Y así, mientras unos ven la bóveda iluminada por un aluvión de diminutas luces, otros hacen desfilar por ese escenario personajes verdaderamente insólitos. Lo asombroso es que para algunos esos personajes, traspasando la metáfora, acaben por pasar a formar parte de su propia vida. No los culpo. Dejarse ganar por el influjo de las estrellas es tentador, porque al final si uno se aplica puede descubrir en el firmamento todas las combinaciones posibles. De hecho, es tal su número que deja en ridículo los posibles encuentros y desencuentros que podamos observar en nuestro mundo sublunar así como en las atracciones y rechazos que van marcando nuestra conducta. En cierto modo lo que no conseguimos adivinar es que en el firmamento está escrito todo y que sólo nos falta descifrar el lenguaje de las estrellas, el que sostiene ese escenario tan fastuoso. Si difícil es descifrar la intención de una estrella y darle sentido conjuntada con sus próximas, mucho más es interpretar la enigmática presencia allá arriba de las nebulosas y las galaxias. Sólo una, la más cercana, la nuestra podríamos decir, ha merecido la atención general de los exploradores estelares en casi todas las culturas. Hablo, claro está, de la Vía Láctea.
Entre nosotros la Vía ha dado pie a mitologías muy sugerentes, pero en otros lugares ha quedado reducida a su expresión más evidente: no ha dejado de ser un camino, un camino hacia el infinito. De todas estas evocaciones, una de las más atractivas es la que parece común entre los nativos del Norte de Australia, desde Arnhem Land a las cercanías del estrecho de Torres. Cultiva esta gente una arte singular. Algunas de sus obras más significativas están representadas sobre las cortezas de los árboles. No se trata de anagramas sobre el amor eterno, tan propio por aquí de los adolescentes, se trata de monumentos funerarios, de fórmulas rituales de despedida. Emplean para ello troncos que las termitas con el tiempo han ido vaciando y los convierten en postes memoriales. Se supone que en un principio se depositaban en el interior del poste los huesos del difunto, dejando de este modo que su mirada buscara a perpetuidad su destino en el cielo. Estos postes guardan alguna similitud con los totems americanos, pero difieren bastante en su decoración. Aunque se dan los registros zoomórficos, no parecen apelar a futuras transfiguraciones en el mundo animal. Aquí se mira directamente a los astros, dibujando o bien estrellas o bien figuraciones geométricas. Por eso es tan recurrente ver reflejado en ellos el camino estelar por antonomasia, una vez más la Vía Láctea. Los larrikitj, que así se llaman estos postes, son parte muy significativa en el arte de algunas de esas culturas australes. Está el caso de los yolngu, cuya representante más conocida podría ser Naminapu Maymuru. Ella precisamente es la autora del larrikitj que aquí muestro. El título de la obra es Milngiyawuy (nombre que dan a la Vía Láctea) y es de 2004. Probablemente sea Naminapu Maymuru una de las representantes más notorias de lo que en Australia llaman con aviesa delicadeza arte aborigen. En fin...
jueves, 16 de diciembre de 2021
Divagación sobre la autoridad
En una entrevista oigo a Jordi Savall hacer un interesante apunte sobre la idea de autoridad: «Uno se siente autorizado, o ve confirmada su autoridad, cuando los demás reconocen en él un conocimiento que merece la pena apoyar». En muchas facetas de la vida ese conocimiento no se refleja en un voto cuantificado sino que el reconocimiento se produce por una suerte de sintonía personal. Alguien tiene la virtud de hacer vibrar a sus próximos porque emite en una onda que ningún otro es capaz de emitir. Evidentemente ese es un camino delicado, cuyo resultado puede ser endiablado. Pensemos por un momento en el poder y en la autoridad de quien lo detenta sin otro aval que una suerte de intuición o, peor, creando una fascinación colectiva. En la historia conocemos suficientes casos en que, tras imponerse por la fuerza, la autoridad ha acabado bendecida y acreditada por un raro carisma con el que se ha evitado cualquier otra fórmula de aprobación. Esto nos lleva a pensar en otro tipo de autoridad que tampoco los votos reflejan: la autoridad moral. Ciertamente la fuerza es una garantía moral más que dudosa, pero nunca ha impedido que se forje una autoridad bastarda en torno al carisma personal del líder, al que se le reconoce, si no un conocimiento especial, una intuición que merece la pena apoyar. Al final esa autoridad representa el pináculo de una jerarquía de intención inamovible. Como decía, el resultado puede ser endiablado cuando la autoridad es ganada por la vía de la intuición, de la fascinación, de la sintonía. En tales casos se deberían exigir otros avales: confianza en el trabajo común, rigurosa comprobación del conocimiento adquirido y todo ello conseguido mediante un ejercicio moral incuestionable. No conozco bien del todo el caso de la autoridad con la que ante los suyos puede quedar avalado un intérprete musical, pero no creo que sea muy diferente de la autoridad atribuida por consenso de sus pares a un investigador. Puede que la maestría de un intérprete y la autoridad científica tengan en el fondo bastante parecido. Para empezar intérprete y científico requieren haber llegado a una destreza técnica elevada, de lo contrario ni uno podría abordar de forma creativa la experimentación con nuevas técnicas, ni el otro se atrevería a aterrizar en obras hasta entonces no practicados y ninguno de los dos conseguiría ampliar fronteras. Por otro lado, el consenso acredita en el caso científico la validez de lo investigado de un modo no muy alejado al refrendo que el público concede con su aplauso en un concierto. En realidad, ni el público ni la sociedad científica necesitan de un plebiscito con cifras. La garantía de un revisor con conocimiento acreditado y el sincero entusiasmo de los asistentes son suficientes para dotar a científico y músico de una autoridad que, además, en sucesivas entregas no cesa de crecer y consolidarse. Un error bastante común consiste en atribuir autoridad moral a quien se mueve con estos otros parámetros. Pensamos que quien es capaz de llegar a organizar nuestro conocimiento o moldear nuestra sensibilidad aportándonos simultáneamente armonía y euforia no puede mostrarse mezquino en lo moral. No conseguimos entender cómo quien manifiesta un alto grado de sabiduría, esa persona gracias a la cual nos rendimos a la verdad, puede tener una conducta reprochable. Puede que su autoridad profesional esté en manos del conocimiento, pero desde luego la moral no es patrimonio exclusivo suyo. Sobran ejemplos de gente que por sus méritos en el oficio ha sido elevada a autoridad pero que la otra ni la conoce.
miércoles, 15 de diciembre de 2021
Mascando la soledad
«Estoy solo. En las zonas más altas de la montaña no hay nadie, aunque no pienso en ello. Mi mente circula por zonas de mi alma que no conocía. Creo que es por esto por lo que siempre queremos volver a estas cotas inhumanas» (Iñaki Ochoa de Olza, Bajo los cielos de Asia).
Estamos equivocados. La soledad no tiene por qué llevar necesariamente a la desolación. Pero el desamparo que provoca es a veces difícil de asimilar, de comprender, de comedir. Cuando no invita directamente al abandono, mueve a buscar urgente compañía. En la soledad siempre hace frío y sólo activando la mente y recurriendo a su energía es uno capaz de encontrar algún calor. El solitario vive el mundo en singular: todo a su alrededor queda a la vez cercano y lejano, no es dueño de nada, sólo de sí mismo. El mundo pasa a ser el sencillo marco que tan pronto le rodea como le ahoga. Es un cerco aparentemente frágil, casi transparente al que se enfrenta acumulando sensaciones cada vez más poderosas. Entre ellas reconoce el miedo, pidiéndole su renuncia desde luego, pero advierte también el impulso inagotable que sostiene su espíritu. Sigue retraído y dentro siente aún demasiado firmes esas fronteras. Cree adivinar algún final, hasta que poco a poco ve surgir en ellas el principio de algo distinto. Y lo que entonces le llega es un fuego dulce y penetrante, una calidez que le hace sentirse más humano y le prepara para entrar en un mundo enteramente nuevo.
martes, 14 de diciembre de 2021
Urgencias del patriota
Si en la patria encuentra alguien razón suficiente para morir, debería preguntarse cuanto antes ¿para qué vivir?
lunes, 13 de diciembre de 2021
Torturar adjetivos
En nuestro idioma, o al menos en la versión de él en la que me desenvuelvo, tenemos un serio problema con los adjetivos. Seguramente hay los suficientes, porque los traductores no parecen encontrar dificultades para ofrecer similares a otras lenguas en sus traducciones. Lo que igual se observa, tanto en el nivel coloquial como en otros niveles de lenguaje más elaborado, es un problema a la hora de ofrecer con ellos matices y sobre todo de ajustar el grado. Pongamos un ejemplo. Sobre una propuesta de presupuesto que no va con lo que defiendes parece preferible soltar que es asquerosa a señalar que es inapropiada, inoportuna o desequilibrada. Y si lo de asquerosa parece excesivo siempre queda repertorio para tildarla de loca, infantil o venenosa. Hablo de los medios de prensa, cuya gente debería dedicarse más a exprimir el repertorio disponible que o a torturar los adjetivos colocándolos donde hace daño verlos. Sería distinto en la calle donde todo esto, y cualquier exabrupto, podría darse hasta por válido.
Desde luego que esos niveles de los que antes hablaba (coloquial, informativo, técnico, académico, etc) no constituyen estratos del todo marcados e infranqueables. Hay una corriente osmótica permanente que hace ascender lo coloquial en busca de mayor fortuna y prestigio. Reconocemos en esa corriente la vivacidad del lenguaje, llegada del crisol del que al final surgen casi todos los modismos y novedades. Es también natural que exista, junto a ese fundamento, un deseo, no carente de interés, de llevar el mensaje, del nivel que sea, a la mayor cantidad de público. Por eso el coloquialismo, que está en la base del lenguaje, encuentra tan buena acogida en los restantes niveles. Quien recurre a fórmulas coloquiales no trata tanto de aplanar el lenguaje o de ignorar en él recursos algo más exigentes como de hacer guiños, movido por un intento de sintonizar y poner en lengua vulgar lo que se presume difícil para el lector, oyente o espectador medio. Así pues, en sí mismo el coloquialismo no debería constituir un problema para los adjetivos. Es verdad que el efecto coloquial suele ser reductor, pues no hay más que ver cómo en las conversaciones se tiende a abreviar la calificación de las situaciones, así como de los objetos y sujetos, del tal modo que en el afán de ser uno terminante opta por irse a los extremos. Como por aquí no somos especialmente lacónicos, imagino que lo que intentamos es ser más enfáticos y llegar cuanto antes a conclusiones. El caso es que en ese intento tendemos a subrayar, empleando incluso la etiqueta visual, para hacer con un calificativo fácil evidentes unas distinciones que exigirían ser calificadas con más cuidado. Si lo pensamos, esto viene a ser algo así como cerrar la síntesis prematuramente, o sea sin haber completado un análisis para el que evidentemente haría falta aquilatar un poco más las cualidades y las cantidades. El resultado en muchos casos es un lenguaje crispado y muy poco funcional, más destinado a fijar posiciones inamovibles que a establecer acuerdos. Y eso demuestra que, pese a haber tenido en catálogo medios suficientes para ejercer la diplomacia, nos estamos quedando con una mochila de asalto donde sólo cabe la munición.
domingo, 12 de diciembre de 2021
El mercado legendario
A la salida de su larga reunión con el consejero, el director de la productora contaba sonriente lo siguiente: «Aunque tenemos aquí muchas leyendas, no son suficientes para satisfacer la demanda creciente. Así que tenemos que encarar, y para eso hace falta presupuesto de apoyo, la producción de más mitos. Por eso hacemos una llamada urgente a nuestros creadores, para decirles que echamos en falta guiones creíbles, fantasías solventes. De no tener suficiente respuesta tendríamos que empezar a pensar en importar mitologías. Lógicamente elegiremos los esquemas más triunfadores y populares, y los adaptaremos para que parezcan más cercanos a nuestra mentalidad. Por otro lado, siempre existen patrones universales de los que se puede echar mano, no sin antes acomodarlos a nuestra idiosincrasia claro, con el fin de ofrecer a nuestro público una atractiva versión autóctona. Mira, ahí tenemos hoy mismo el caso de Mari Domingi —ya sabéis que por fin se ha casado Olentzero—, pero es sólo un ejemplo. Por esa vía imaginativa recientemente abierta, pero bien prometedora, deberíamos avanzar. Pienso yo que, contando como contamos con equipos de creadores, estilistas y diseñadores bien dispuestos, pronto podríamos llegar a tener leyendas nuevas y a disponer a la larga de un Disneyland genuinamente vasco y además económicamente rentable». El resto de la charla fue mera repetición. Cada vez más eufórico, pasó a dar nuevos detalles sobre el fabuloso proyecto que maquinaba. En otro orden de cosas, preveía, según afirmó, que con él se llegaría a crear en un par de años una línea de producción audiovisual que generaría más de 50.000 puestos de trabajo, aproximadamente añadió. La noticia completa sobre el encuentro y el proyecto viene reproducida en el ejemplar de hoy del Financial Times bajo el título Towards a Basque Disneyland: economic performance of a mythical approach, con amplio despliegue gráfico de los personajes de leyenda que intervienen en esta decisiva línea estratégica del plan de recuperación cultural.
sábado, 11 de diciembre de 2021
La blogosfera y el hogar del jubilado
Llegados a cierta edad, como se puede suponer que la vida, quieras que no, ya nos ha enseñado repetidas veces sus afilados dientes y que ocasionalmente nos ha acariciado también con sus aterciopelados labios, creemos casi un deber (deber que cumplimos sin ningún disgusto) hacer recuento de lo vivido por escrito. Haber salido ilesos de esos dientes nos permite presentarnos en el relato como supervivientes, haber disfrutado de esos dulces labios nos avala como vivientes aplicados. En principio está ahí la experiencia, pero luego intervienen las palabras que siempre tienen la virtud de darle la forma más conveniente. A estas alturas, sería una ingenuidad creer sin dudas en lo que diga el relato final. Por otro lado, se ha extendido la idea de que ya de mayor cuenta uno con total libertad lo que antes no se atrevió a decir y no hay que leer entre líneas los secretos largamente guardados. Pero no es así, las memorias escritas acaban siendo como la propia memoria muy selectivas. En muchos casos es la literatura la que obra el milagro y hace de los recuerdos personales una novela extraordinaria aunque difícilmente creíble. Otros caen en la literatura para largar una secuencia interminable de notas de desigual interés sobre lo que están leyendo, lo que han visto en su viajes o lo que comentan con sus amigos, montando con todo eso una miscelánea donde junto a observaciones valiosas aparecen tremendas banalidades. A su lado, sin pretensiones literarias, están los que elevan el tono y pasan a actuar de eruditos sin moverse de la silla y tirando a fondo de Internet. Para notarios y pseudoeruditos el blog es un recurso bastante utilizado. Creen que el blog puede servir como un espejo público y como medio de difusión, pero lo cierto es que no suele llegar a ser así. De lo que sí sirve es de registro fiel, y eso incluso cuando el blog, como es frecuente, carezca de lectores. Sin temor a críticas acervas y a visitantes inoportunos (ni oportunos), alguien jubilado puede disfrutar de un espacio discreto, ni público ni del todo privado, hecho a su medida para explayarse, soltar lastre y hablar «de lo suyo». Y lo suyo no tienen por qué ser grandes elucubraciones, lo suyo puede ser el cumpleaños del nieto, una visita al museo o el reciente paso por el ambulatorio, cosas más bien anodinas que apenas pueden suscitar interés en nadie. A no pocos les da por contar anécdotas de juventud y entonces el resultado es aún peor. De algún modo, el veterano, apalancado en solitario frente a la pantalla, representa la reclusión del que hace años charlaba a última hora de la tarde en el café o en la barra del bar animadamente con los colegas. Allí el jubilado entraba en entretenida tertulia con otros como él y en ocasiones incluso con gente diversa y más joven. El que así actuaba escapaba al menos de ese ambiente cerrado y típico de las tardes de casino o de hogar del jubilado montadas a base de copa, chistes, chismes y la partida de cartas. Poco a poco, como los cafés y los bares han dejado de ser lo que eran, el jubilado ha encontrado refugio frente a la pequeña pantalla del ordenador. Tras escribir con algún pretexto mínimo de lo primero que se le viene a la cabeza, queda a la espera de recibir algún comentario. Confía que alguien sepa captar la importancia de sus palabras y su esfuerzo por mostrar intimidades. Pero no es como el hogar del jubilado, aquí nadie responde. Lamentablemente está este patio mucho más maleado y casi nadie cree ya en confesiones sin tener contacto visual, aunque parezcan sinceras. El de las confesiones es un género más de los muchos que Internet ha liquidado. Y lo ha hecho en sentido estricto. En todo ese juego de meandros que conforman la red, donde todo es verdad y mentira a la vez, cualquier testimonio, es visto como un simple canal cuya información, por valiosa que pudiera resultar, se dirige directa hacia el desagüe.
viernes, 10 de diciembre de 2021
Demasiados pájaros sobre la cabeza
El cielo es ese espacio vacío en el que siempre es posible alumbrar signos de esperanza. En él siempre podemos imaginar que nos espera una aurora esplendorosa o, mirando más lejos, una conjunción planetaria provechosa. Tenemos además a los pájaros por los mejores intérpretes de lo que el cielo nos reserva. Cantan mucho, suave y fino, pero no los entendemos aún, así que sus mensajes no nos llegan. No por eso hemos perdido la esperanza de descifrar su lenguaje y saber qué nos dice el cielo. Por este motivo la bien traída declaración con la que un grupo estadounidense se manifiesta representa un durísimo golpe a estas firmes y tradicionales convicciones. «Birds aren't real» reza su lema. Con él van haciendo campaña por campos y ciudades y, por su puesto, por las redes Para que el asunto no quede en una simple proclama de que los pájaros no existen y no parezca una tonta negación de lo evidente se añade que son drones manejados desde el gobierno estadounidense para espiar a a todo el mundo, y a sus ciudadanos los primeros.
Las ondas de esta pedrada conspiranoica han sido acogidas con entusiasmo, particularmente en las redes. Vivimos tiempos en que la gente parece necesitar este tipo de aseveraciones a contrapelo. «Nos engañan constantemente» es el argumento. A nadie parece asustarle demasiado prescindir de un plumazo de la realidad, quizá porque ya viene siendo poco obsequiosa y en ocasiones demasiado monstruosa. Infiltrarse y mostrar la vía de penetración a ese mundo de verdades turbias y angostas es lo mejor de este movimiento. Montar este loco experimento como parodia sangrante de los movimientos surgidos de esa inagotable fe en las más diversas formas de conspiración es lo más saludable que le ha ocurrido a la verdad desde hace mucho tiempo. Hay un el ambiente (hablo sobre todo de Estado Unidos) una fiebre milenarista que inspira las más peregrinas fantasías en desprecio de la realidad, que para muchos ha dejado de ser instrumento de contraste en orden a obtener verdades. Si tan poco importa la verdad, puede tras los pájaros necesitemos hacer caer con monumental estruendo todo lo demás, para que la gente, después de haber perdido pie y aterrizado en el duro suelo, reaccione y deje de delirar. Puede que rechazar a los pájaros sea visto por muchos como levar sus creencias a moverse en un absurdo, pero se trata de un absurdo que con muestras e informaciones más sutiles muchos deciden abrazar sin problemas. En la furgoneta con que Peter McIndoe recorre Estado Unidos para hacer campaña se puede leer Despierta de las mentiras. No cabe duda de que el movimiento podría haber prosperado como tal, pero su creador ha decidido darle a las mentiras en cuestión un giro irónico que ha sido saludado por le gente joven, tan seriamente presionada por las teorías más disparatadas, con una amplia sonrisa de complicidad.
jueves, 9 de diciembre de 2021
La frase del mes
Evidentemente una entrevista no es lugar del que extraer grandes enseñanzas, aunque se pretenda en ella presentar al entrevistado como si fuera un gurú. En general abundan en ese género periodístico las ocurrencias, las frases más o menos redondas si no redondeadas, destinadas a sacar al lector de su apatía y acabar con su costumbre de deslizarse por la páginas de la prensa. Aun así, hay casos en los que uno queda sorprendido por cómo queda reflejada y resumida en una sola frase la intención escénica de quien la suelta. Nadie duda de que citarse con el martirio para hacer retórica tremendista o victimista puede ser legítimo, del mismo modo que resulta una carga fatigosa para quienes la soportamos, en el primer caso porque descuadra la lógica del discurso y en el otro porque juega con nosotros moviéndonos a compasión. De que el método está en boga tampoco hay duda. Un ejemplo es el siguiente titular obtenido probablemente en un momento de desparrame mental del entrevistado. Con sutil intención, seguramente convocatoria, en un momento dado suelta éste lo siguiente: «Moriría por el derecho a hacer la película que quiero hacer». La inmolación que ahí se propone es más bien fantástica, en el sentido de falsa y fantasmagórica. Parece claro que ese superlativo condicional con el que inicia la sentencia es un modo de captar la atención del lector para dirigirla a su futuro producto. Propaganda en sentido estricto. De por medio el derecho y el órdago. Solo faltaba darle aires de ordalía: «Que el Señor me deje aquí mismo muerto si no me lo concede». Suena a desafío. Más chirriante es eso de poner en juego la vida para alcanzar personalmente un derecho del que no se va a disfrutar. Porque no se habla ahí de jugársela (defender con mi propia vida, decía Voltaire) por la extensión póstuma de un derecho universal sino por un beneficio particular. Aparte de eso, está la secuencia circular que desencadenaría esa sentencia: primero, me muero; segundo, obtengo mi derecho; tercero, intento ejercerlo muerto. Más bien complicado. Recordaré del cineasta Abel Ferrara esta sentencia altisonante, pero me parece que ya no me siento tentado a probar con su filmografía.
miércoles, 8 de diciembre de 2021
Cuestionario sobre el deseo
¿A quién le importa? ¿a quién le conviene? ¿a quién le atrae? Oír estas preguntas me ha llevado a pensar en tres de los peldaños por los que asciende gradualmente el deseo. Algo falla ahí, sin embargo, no ya porque hay muchas escaleras posibles y los peldaños pueden ser muchos más, sino porque queda fuera de foco quien desea. Fallo grave, pues en definitiva es a él a quien se interpela. Al fin y al cabo con ese quién tan difuso se estaría apuntando indiscriminadamente y quizá en demasiadas direcciones. Más parece ese escalera, por tanto, un esquema de aproximación y búsqueda tentativa del deseoso. Con todo, parece evidente por su tono que el cuestionario no pretende ser preciso sino retórico. De hecho nada cambiaría demasiado si las preguntas se formularan como ¿acaso hay alguien al que le...? De algún modo se juega ahí con la posibilidad tácita de que ni siquiera exista tal personaje. Esa falta de protagonista claro ha desviado mi atención a lo que mantiene en las tres preguntas la tensión, semántica o sintáctica no sé bien, a ese algo que sin dejarse ver explica toda esa ansiedad creciente y da lugar a cada una de ellas. Es en ese qué, un qué con el que bien podríamos cerrar cualquiera de ellas, donde deberíamos de colocar el desconocido objeto de deseo. Sin su existencia el cuestionario de partida carecería absolutamente de sentido. Ese objeto mudo viene a ser el ancla que le da sentido a la escalera. Por eso resulta tan chocante que, siendo ese qué el centro de la interpelación, esté ausente de ella y ni siquiera llegue a ser puesto en cuestión. Eso me ha llevado a ver tanto el qué como el cuestionario entero de un modo distinto. Se me ha ocurrido que podríamos hacer de el qué un origen de coordenadas y a partir de ahí pasar a ver en cada una de las preguntas un eje o un vector explorador. Tomadas en conjunto, las tres preguntas articularían la búsqueda de ese anónimo quién que se desplaza por el espacio mirando en todo momento hacia ese centro que sirve de explicación. Podríamos decir que esos tres ejes describen vías de aproximación al sujeto y que lo hacen mediante una estimación, más o menos vaga, de la importancia que éste concede, la conveniencia que aprecia y la atracción que siente por ese deseado centro. Si por el contrario miramos el objeto con los ojos del deseoso, a través del primer eje estableceríamos su visibilidad y su definición, a través del segundo su interés y su fuerza y a través del tercero su afinidad y su poder seductor. Para entender todo mejor, siempre puede uno situarse ahí, en algún punto de ese espacio, y responder a las preguntas del cuestionario con me importa, me conviene y me atrae. Lo que no puede calibrar tras fijarse, quedar encandilado y lanzarse al encuentro de lo deseado es cuánto durará su aventura.
martes, 7 de diciembre de 2021
El juego de la doble negación
Hace poco Donald Trump largaba tan descontrolado como de costumbre: «Cualquiera que no piense que no hubo fraude electoral masivo en las Elecciones Presidenciales de 2020 ¡o bien es muy estúpido o bien muy corrupto!» (Anybody that doesn’t think there wasn’t massive Election Fraud in the 2020 Presidential Election is either very stupid, or very corrupt!)
No está de más recordar aquí el principio lógico: no+no=sí.
Ejemplo 1: Si nadie te encuentra incrédulo, seguro que eres un crédulo.
Ejemplo 2: Quienes niegan que seas insociable, te están aceptando como sociable.
Ejemplo 3: Si no te ves como alguien no corrupto, lógicamente eres corrupto.
Lo que aplicado al caso da como resultado: Cualquiera que piense que hubo fraude masivo en las Elecciones Presidenciales de 2020 o bien es muy estúpido o bien muy corrupto.
Meme con memos
La Navidad trae este año una remesa más de sonrisas idiotas. Sorprende el toque siniestro con el que llegan esta vez acompañadas. Se les ve a ellos muy seguros detrás de sus armas. Falta, eso sí, la banda sonora, ese entrañable momento en que la familia ahí presente, unida bajo el árbol, entona Noche de paz, noche de amor. Seguro que a continuación salen confortados a la calle para disparar con su juguete unas ráfagas al enemigo, entre copa y copa. Y no pasa nada, nada más allá de unas risas si cae alguien. Ahí lo tienes al congresista republicano por Kentucky. Estos cualquier día acaban con los que estamos detrás de la cámara. Si por un casual agarran al tirador de las orejas, dirá que era sólo de prueba, para hacer puntería, y que, como el caído era un tipejo, no se ha perdido nada.
lunes, 6 de diciembre de 2021
La ceniza
De los cuatro elementos de la naturaleza probablemente sea el fuego el más enigmático o cuando menos el que a su paso deja el rastro más visible y no pocas veces el más desolador. Nada hay equivalente a la ceniza en los casos del agua, el aire y la tierra. Aunque sea un elemento transitorio, siempre será la ceniza más evidente que el vapor y menos escurridiza que el hielo. Suspendida en el aire, es polvo intentando eludir la tierra; ya en ella, vaga sin rumbo a merced de aguas y vientos. Nunca alcanzará la nobleza del metal, pero muestra cercana la marca del fuego. Cuando vemos extensiones cenicientas como ésta de la foto, tendemos a pensar que todo ha pasado, que ese piso, no hace mucho ardiente, ya es tierra firme. Pero no es del todo así, nadie se arriesga en esas colinas negras. Con razón temen todos las bocas siniestras que se dejan ver prontas a escupir la última llamarada y consumar su tarea. Hablamos de destrucción, pero en realidad las cenizas sólo son lo que resta tras la reducción de la materia una vez carcomida por el fuego. Puede que la combustión sea un tránsito glorioso, pero no todos los materiales admiten. Cuando son sometidos al fuego, cada uno sucumbe a su modo. De su examen posterior hay quien extrae claves certeras sobre su naturaleza última. Al decir de algunos augures, en las cenizas también se pueden leer claves de pasado y futuro. La deuda de las cenizas con los fuegos que las originan ha dado lugar a todo un lenguaje. Desde Prometeo sus símbolos parecen estar bien asentados en la tradición, aunque para el lego actual son de difícil interpretación.
Casa atrapada por la ceniza del volcán Cumbre Vieja en La Palma Foto: Emilio Morenetti en The Guardian (Diciembre 2021) |
domingo, 5 de diciembre de 2021
Freud y su osadía final
Para disculpar en cierto modo su atrevida teoría sobre una hipotética condición egipcia de Moisés, libertador (recordémoslo) del pueblo judío, teoría que desde el principio encontró furibundas réplicas en el estamento levítico y de las que podría ser buena muestra el anatema directo que sobre su autor, Freud, lanzó la Encyclopaedia Judaica, tiró éste de lógica y sobre la fiabilidad argumental en general declaraba con acierto en la obra que dio origen a la controversia, i. e. Moisés y la religión monoteísta, lo siguiente: «Ni la más seductora verosimilitud puede protegernos contra el error; aunque todos los elementos de un problema parezcan ordenarse como las piezas de un rompecabezas, habremos de recordar que lo probable no es necesariamente cierto, ni la verdad es siempre probable».
Algo más seguros del canon incuestionable que defendían y también un poco más sucintos en su expresión, los redactores de la New Jewish Encyclopaedia estimaban que en dicha obra de Freud la figura del legislador judío «era descrita y analizada en desacuerdo con la tradición aceptada y de forma contraria a toda evidencia histórica y literaria». Desde luego que no han sido ellos los únicos comentaristas en descalificar esa obra. Con más profunda y sutil intención, lo que otros han querido ver revelado en dicha obra es un conflicto psicológico latente en Freud, en concreto un complejo de Edipo insatisfactoriamente resuelto del que se derivaría en pura lógica su ambivalencia respecto a su identidad judía. Parece, por tanto, como si en justo castigo a su osadía de poner en duda la judeidad de Moisés (obviamente no su judaísmo), hubiera merecido Freud quedar estigmatizado ante el pueblo de Israel por las autoridades rabínicas como el judío ateo por antonomasia.
sábado, 4 de diciembre de 2021
La luz del alcohol
Conservaba aún sus sueños de juventud, pero sólo conseguía reconocerlos tras sumergirse en alcohol. Necesitaba la mirada vidriosa para advertir entre aquellos matices iridiscentes lo que aún le permitía mantenerla fija, lo que desde siempre le había fascinado. Cuando descendía con veinte copas por debajo del nivel normal todo acababa por ser diferente: siguiendo obediente los fugaces colores de la estela, se imaginaba guiado por la luz. En sus extraños quiebros veía siempre intrigantes guiños y así acababa resultando que apenas se adivinaba nada al fondo. No le quedaba otro recurso que seguir descendiendo a base de copas con la esperanza de que en medio del colorido que le rodeaba, tan neblinoso como engañoso, se abriera un túnel por el que marchar directo hacia la claridad de los viejos tiempos. Desde aquella época tenía clavado un aguijón, pues tampoco entonces logró llegar hasta el final. Claro que entonces era demasiado joven y no había aprendido aún a nadar y entenderse con líquidos tan arrebatadores y turbulentos. Ahora, en cambio, creía saber cuándo salir a flote y cuándo rendirse a esas turbulencias en busca de sosiego. Con esa promesa, seguía buceando con la misma curiosidad de siempre, aunque los ojos le escocieran cada vez más y no lograra vislumbrar ningún recuerdo tranquilizador. Lo que esperaba era recuperar en algún momento los personajes de su infancia con sus atributos afables y su actitud condescendiente, pero por desgracia todo se iba oscureciendo. En el fondo estaba aquella sala siniestra donde contemplaba, en compañía de otros que pasaban por su mismo trance, un repetido aluvión de escenas infames. A merced de guionistas perversos, se le hacían ver películas que nunca llegaron a rodarse, llenas de imágenes que le invitaban a encontrar presa fácil en un amplio repertorio de mundos agotados. Aunque todo eran falsas promesas, siempre le era posible reconocer, confundido entre aquella inmundicia, algún rasgo familiar, algún detalle consolador. Todo acababa, sin embargo, sumido y arrastrado por una impetuosa corriente en la que navegaban a la deriva sus oportunidades perdidas. Era difícil volver al aire puro, había dejado de ser un medio natural para él, siempre entre colegas de cantina y trasnoche. Nada le animaba a subir y asomarse a la superficie, impensable dejarse llevar por el oleaje hasta las doradas playas del pasado. Allí había luz, pero la espera era demasiado soleada y, con el curso del tiempo, demasiado agotadora y aburrida. La ansiedad de un mundo fácil, sosegado y sobre todo fluido tiraba sin cesar desde el fondo y acababa por arrastrarlo volviendo a sumergirlo. Para empezar a ver luces bastaba simplemente una copa más. Gracias a ella, el arrinconado mundo de antaño, aquel donde se guardaban sus sueños más puros y jubilosos, entraba poco a poco en su radar. Llegaba aureolado por el arco iris, convertido en un fascinante caleidoscopio. Quería ser prueba evidente de que todos los recuerdos luminosos seguían aún allí. Alguien le advirtió de que nunca traspasaría realmente aquel umbral, de que todo ahí era ficticio. «¿Por qué en vez de sumergir tu cabeza en la copa, no te vales de algo que te haga volar», le dijo. Desde luego que no era un pájaro, pero al menos sí que tenía una pluma. Sabía que volando entre tanta luz la suya, tan diminuta, parecería ficticia. Y sin embargo, pronto puso proa al pasado, pero sin buscar las luces fijas ni recrearse en amañados coloridos. Y desde allí arriba contó lo que vio, fuera o no fuera lo que había sucedido.
martes, 30 de noviembre de 2021
Viajes y dudas
Cuando el viaje no es un traslado rutinario suele aparecer cargado de expectativas. Grandes o pequeñas, decir expectativas es tanto como vislumbrar en él incertidumbres. La principal es que nunca uno conoce lo que a su llegada realmente le espera. Si conoce el lugar y las gentes que lo habitan, siempre temerá que con el tiempo transcurrido se hayan obrado cambios que hagan prácticamente irreconocible lo que tenía por conocido y puedan dejar en suspenso la propia aceptación de su presencia, pues lo que nadie desea es ser malvenido. Si se mueve, por el contrario, a un lugar desconocido o vagamente conocido a través de noticias en publicaciones, la incertidumbre presidirá su acercamiento de forma cada vez más ostensible, por lo que instintivamente procurará desde el primer momento asimilar e ir encajando todo lo que va observando en el marco que previamente se había formado en una operación que siempre da pie a decepciones y sorpresas.
lunes, 29 de noviembre de 2021
Manifiesto interesado y poco interesante
En ciertos sectores de Madrid se ha acogido con singular fervor el grito que de un tiempo a esta parte ha surgido con fuerza desde algunas rotativas, altavoces y antenas, tan enérgico que ya nos atruena y asusta: Folicularios de la prensa universal uníos. Al oírlo, periodistas de toda laya, bien sean columnistas, publicistas, propagandistas, meritorios o chupatintas vulgares, se alzan orgullosos como un solo hombre en defensa de intereses muy poco universales, sin reparar en que con su apoyo van dejando la verdad muy atrás, tan desamparada, desnutrida y enteca que, ni en la que se decía su casa, será nadie pronto capaz de reconocerla. A los periodistas de a pie debería infundirles sospecha la pretensión de unir a todos bajo una misma bandera y aún más ver que el vigoroso levantamiento está encabezado por los primeros espadas, a saber, líderes de opinión, directores de cabeceras, jefes de gabinete, administradores de redes, cronistas de épica deportiva y mucho comunicador de dudoso pelaje y condición. Se quejan todos ellos amargamente de que han empezado a tener dificultades económicas crecientes porque su mensaje ya no cala como antes. No obstante, siguen convencidos de que no hay mejor filosofía informativa que la de quien paga la nómina y que no les corresponde a ellos, en tanto que modestos pero virtuosos instrumentos de comunicación, recurrir a la verdad de la calle para desafiar las escuálidas cifras de ventas. No se explican bien, y de eso se lamentan cada vez más, que su autorizada voz, que un día tuvo eco hasta en ultramar, acabe extinguiéndose en un radio muy discreto y en la práctica desaparezca al intentar cruzar la amplia, desolada y vacía meseta. Es el caso de los que siguen fiándolo todo a su onda, con ese toque tan suyo entre evangélico y patriótico, lo que hace que apenas ya nadie crea en sus informes, razón por la que reclaman sobre todo un retorno a las viejas costumbres de aquella época en que los periódicos servían de puente discreto entre el casino y el púlpito. No acaban de entender que ese grito suyo tan grandilocuente pone en evidencia la vanidad y la prepotencia con que, en nombre de una influyente minoría, se han venido pronunciando. En muchos casos ha dejado de importarles que, bajo esa sólida y cada vez más pesada carga, se haya venido asfixiando desde hace tiempo la información verdadera. La prensa se muere, eso es cierto, y será difícil que, con esos gritos estentóreos, se recupere una verdad que hoy tiende a diluirse entre los infinitos vericuetos de las redes mostrando en su agonía, a base de publicidad, un colorido tan falso como efectista.
Somos demasiado porosos
El mal que vemos sufrir a los demás, sobre todo cuando nos son queridos, lo acabamos convirtiendo en una idea que, tras revolotear sobre nuestras cabezas, acaba por ser tan lábil y plástica que no tardamos en ajustárnosla como si de un traje se tratara. La virtualidad, que no virtud, de ese traje es que pasamos a sentir el daño observado como algo nuestro. No obstante, creo que la compasión por el prójimo es un argumento que tiene aquí un valor relativo. No digo que no exista empatía ni un sincero afán de compartir el dolor, animado por el deseo de que hacerlo saber pueda de algún modo aliviar, pero ese gesto no explica la facilidad con que encajamos ese daño que para nosotros es aún ideal. Hay por ahí oculto algún sastre capaz de vestirnos con ese disfraz temible y algo grotesco, capaz de anunciarnos la cercana caída en el mismo mal que a los demás aflige. He dicho temible y empiezo a pensar que sí esa tiene que ser la palabra tras la que el sastre se esconde. La compasión nos invita a soportar el mal como un designio colectivo, no tanto como algo inmediato: lo nuestro (hablamos del daño) aún no es lo mío. Sin embargo, el miedo, acompañado y siempre azuzado por la idea del dolor, nos mueve a convalidar el mal ajeno como algo propio, lo que nos lleva a tener que movernos enfundados en esa idea insidiosa, pegajosa y sumamente maliciosa, que, sin ser aún físicamente efectiva, tiene un oscuro reflejo en nuestra manera de llevar adelante y entender la vida.
domingo, 28 de noviembre de 2021
El mundo visto desde...
Tomaré a ciegas lo que el doctor Google me prescriba, cocinaré las recetas tal y como el chef Google me indique, apostaré sin pestañear a la firma que el experto Google me proponga, prestaré la debida atención a lo que el profesor Google me cuente, disfrutaré cumplidamente sea cual sea el rol que el gran maestre Google me asigne, tomaré puntual nota de las cifras que el contable Google haya registrado, creeré firmemente lo que nuestro venerable padre Google me dicte, me gratificaré de buena gana con lo que el sátiro Google me muestre, seguiré los consejos que mi compañero infatigable Google me prodiga, aprenderé pero nunca más allá de lo que mi instructor Google me enseñe y, en general, aprovecharé hasta la última gota de ese elixir estupefaciente que Google y su complaciente tropa algorítmica continuamente nos suministran.
sábado, 27 de noviembre de 2021
Hijos del ocio
A pesar de los rigores que impone el mal tiempo y hace tan difíciles de sobrellevar las tareas diarias de un simple hombre de pueblo, los hombres de ciudad acuden pertrechados de imponente despliegue al encuentro de la naturaleza, con ropaje exquisito en muchos casos, llenos de vanidad y arrogancia casi siempre. A muchos les parece que exhibirse de ese modo es requisito para disfrutar de ese inhóspito mundo que sobrevive desafiante dando la espalda a la ciudad. Suponen y alimenta su fantasía que ese mundo está cargado de energía nueva, bien distinta de la que circula por las calles, los túneles y los canales, así como por los cableados, las antenas, las tuberías y toda clase de conducciones urbanas. Aunque sin afanes exhibicionistas, somos muchos los que consideramos cada vez más imprescindible salir, siquiera sea temporalmente, del raíl urbano. Estamos muy hartos de seguir por él a rueda todas las obligaciones que nos impone nuestro oficio o profesión. Necesitamos un tiempo para el ocio. El trote con el que a diario nos movemos, a rebufo siempre del vecino, del capataz, del directivo o del colega, nos hace marchar a remolque, soportando una permanente sensación de ahogo. Así que es muy fácil creer a los que nos dicen que podemos vivir una vida más auténtica respirando ese aire genuino y exótico que nos falta en las ciudades. Cambiar a todos esos quejosos compañeros de galeras nuestros por los mudos animales es finalmente un proyecto bastante apetecible. Además, en los tiempos que corren puede ser visto como un gesto con el que manifestamos nuestra clara voluntad de retorno y reintegración en la naturaleza. Es una lástima que para ello tengamos que exigir de toda la fauna que se muestre a nuestro paso sumisa e inofensiva, porque nos gustaría más verla correosa y valiente. Acostumbrados a mascotas, rebaños y demás, nos asombra ese desparpajo salvaje, aunque al final, por seguridad, los queremos obedientes y a nuestras órdenes. Deberían al menos entender que hemos venido a verlos y que por eso nos fastidia tanto esa manía suya de salir pitando a esconderse. Con ser esto desesperante, lo que nos resulta intolerable es ese afán de ignorarnos, escapar a sus guaridas y rendirse a sus hábitos sin ningún interés en presentarse. Algunos «naturalistas» se toman todo esto decididamente a mal, tiran de sus impulsos atávicos y se echan al hombro de inmediato sus armas, lanzándose seguidamente a la captura de las criaturas más débiles o ingenuas. Debe quedar claro, no obstante, que no a todos nos gusta pasearnos armados y preparados para la caza por los campos y los bosques. Somos muchos más los amigos de congeniar, confraternizar, convivir y, por qué no, de ser uno más en el seno de la madre naturaleza. De este modo cualquier humilde visitante puede conseguir sentirse por una vez en honda sintonía con el poderoso y energético pulso que emiten al unísono todos los seres vivos. Es cierto, por desgracia, que basta con que un abejorro le ronde insistente al visitante, perturbe su bien ganada armonía con el medio y, a su ridícula escala, le intimide para que éste busque recuperar sus galones. En un instante, al insidioso zumbido le seguirá un zas seco y mortal. Por toda explicación, contará nuestro visitante que no debería esa molesta criatura haber cuestionado la jerarquía natural. De ahí esa urgencia para restablecer el orden descargando un soberbio manotazo sobre quien se mostraba a todas luces insolente y quizá hasta agresivo. Con las tripas del animal todavía pegadas al brazo, reemprende el visitante, ya más tranquilo y desenfadado, la venturosa senda con la que llenar su ocio. Tras haber asegurado ejecutivamente la paz en el exterior más cercano sigue su marcha en busca de la ansiada paz interior. Envuelto en fragancias florales, atento al canto de los pájaros, saludando el amable talante de las ovejas, ningún pensamiento inoportuno debería distraerle y permitir que el minúsculo drama protagonizado por ese abejorro pertinaz le empañe la fiesta. Y en esto está cuando, divisando el ameno prado con sus ovejas, aparece al fondo el lobo. Por jerarquía, estaría llamado a imponer orden y a defenderlas... Pero bueno, esto evidentemente ya es otra historia.
viernes, 26 de noviembre de 2021
Hombre de poca fe
No es que quieran engañarnos. Pasa simplemente que, acosados por demandas demasiado urgentes de la gente común, hablan y hablan sin saber. Y a nadie se le puede condenar por ignorancia. Bastante tiene el pobre ignorante. Sí que se le podría condenar por ocultarla, como hacen a veces con cautela los más sabios. Pero la mayoría de los gestores públicos cree saber y habla como si supiera hasta que con el tiempo las desgracias se desatan y quedan al descubierto sus vergonzosas carencias. Entonces es cuando a regañadientes entonan un mea culpa ritual, más que nada para espantar las críticas, diciendo que ellos nunca pretendieron presentarse como expertos y que no tienen, por lo tanto, por qué sentirse culpables. ¿Qué culpa pueden realmente tener si algunos les creyeron? Esa es la exculpa; la culpa parece ser, pues, de los ignorantes que creen y acompañan con aplausos a los ignorantes. Pero ¿el engaño?, no lo ven, en ningún caso.
jueves, 25 de noviembre de 2021
Risas costosas
—¿En serio? No me hagas reír.
—Deberías incluso pagarme por lograrlo.
—¡Joder, ahora sí que vas a hacerme reír!
—Bueno, por esta vez te lo dejaré gratis.
¿Por qué no acompañar al principiante?
«No disparen al pianista, lo hace lo mejor que puede», se oyó al fondo. Hubo disparos y el pianista salió ileso de la refriega, pero al ver desde el suelo el estado del piano se volvió hacia el público enfurecido, se encaró con uno que todavía empuñaba el arma y gritó a pleno pulmón: «Pienso tocarla no una sino cuantas veces me dé la gana, Sam; hasta que me la sepa, así te vuelvas loco».
Que la crítica dispare es normal, siempre que lo haga al aire. Disparar al piano es de bárbaro, hacerlo al pianista es criminal, pero se hace. Particularmente cuando éste se mueve en tentativas y escarceos, cuando no es aún dueño de cumplida técnica y trata de hacer valer su genio dando rienda suelta a su emoción. Ahí siempre hay alguien entre el público dispuesto a reprender al principiante, no tanto por su torpeza como por su osadía a la hora de exhibirse y tentar al público. La experiencia demuestra que algunos tenemos una idea muy pacata acerca de esto, una idea que dura hasta que observamos atónitos cómo el público reprueba a nuestro Sam de turno y consagra con honores al incipiente pianista.
miércoles, 24 de noviembre de 2021
Hágase la luz
Hágase la luz y la luz vino a posarse sobre aquel desgraciado que abrumado miró a lo alto para preguntar «¿por qué yo?». Unos focos inclementes lo mantuvieron cegado e inmóvil mientras a su alrededor la luz se adentraba a través de puertas y ventanas en el que hasta entonces había sido su velado hogar. Hasta el rincón más reservado se vio repentinamente invadido por aquel resplandor abusivo. La densa neblina que protegía su morada quedó pronto despejada y el aire que la envolvía se volvió transparente. A partir de ese funesto instante, tanto él como los suyos quedaron a merced de todo tipo de curiosos, fisgones y alcahuetes llegados a rebufo de los focos y dispuestos a revisar y obtener detalles de su mundo suponiendo que en lo privado algo goloso encontrarían. Al desnudo quedó desde ese momento todo lo suyo, hasta lo más personal, lo que él consideraba íntimo y siempre había tenido por exclusivo. Al ver saltar por los aires y expuesto a plena luz todo lo que había mantenido oculto, quiso salir a la puerta de su casa para mostrar a quien quisiera, a modo de conjuro, sus cuentas bien regladas e impolutas. Pero no era eso lo que de verdad intrigaba a los intrusos, no era ése su interés, pues de lo que andaban más pendientes nada más entrar era de la mesa donde se comía, de la cocina donde se cocinaba, del sofá donde se descansaba, del ordenador y la piscina donde su dueño se zambullía, del lecho donde retozaba en compañía y del mísmisimo retrete donde evacuaba. Todo ello con el declarado y saludable propósito, según decían, de informar a todo el mundo de lo que allí tan celosamente había ido guardando y absurdamente ocultaba.
Gracias a la venia e incluso al aplauso de los gobernantes, que consideraban a estos agentes del fisgoneo audaces investigadores, éstos hacían valer su lógica invasiva. Según ella, era imprescindible en una sociedad debidamente reglada que quienes participaban de sus beneficios quedaran sometidos al imperio indiscriminado de la luz. Y así, puesto que la gente, en su legítimo derecho, disfrutaba inmiscuyéndose en esos pequeños mundos con insaciable curiosidad, un tribunal había dictaminado que nadie podía sustraerse por su particular interés al beneficio público que ofrecía a todos una claridad absoluta. A los mirones que tras los primeros expertos fisgones se fueron sumando a la escena, todo lo que veían les parecía relevante. En cuanto entraban se ponían a hurgar sin reparo alguno en los armarios, se probaban después la ropa de su gusto, manoseaban y calibraban el valor de los adornos, removían todo lo que había en las estanterías, revisaban en el cuarto de baño las hileras de jabones y el armarito de las medicinas y hasta levantaban las alfombras para dejarlo todo expuesto a la luz.
En éstas estaban estos visitantes intempestivos en el momento en que llegó la noticia de que un caballero oscuro había asaltado a los primeros intrusos cuando corrían a informar al mundo de sus descubrimientos. Después de incautarles todo el material reunido, el caballero los acompañó hasta una vieja y oscura galería minera. Antes de hacerlos entrar en su interior, les conminó a que, puesto que parecían expertos interesados en esclarecer enigmas, avanzaran hasta el fondo, donde encontrarían si no gran premio sí una sorpresa que recordarían toda su vida. Él, mientras tanto, se haría cargo de lo incautado y, a su vuelta, se lo devolvería para que junto con lo visto en la mina pudieran sacar buen provecho. Animados por la promesa se pusieron manos a la obra y emprendieron camino tanteando a oscuras por las paredes. Sus lectores, sus oyentes, sus videntes bien merecían este inoportuno sacrificio, ya que abrigaban la esperanza de que en cualquier momento se haría para ellos la luz y podrían al volver dar una nueva exclusiva. La noticia de que por los alrededores de la casa merodeaba a plena luz un caballero oscuro ahuyentó a los mirones que todavía husmeaban por allí. Algunos que lo vieron venir a su encuentro se escondieron precipitadamente, pero otros no pudieron y, al ser interceptados, se apresuraron a decir que era tanta la luz que salía de la casa que les pareció embrujada y que por eso se animaron a ver qué pasaba, porque presentían que algo raro sucedía ahí. De poco les valió la excusa, pues fueron conducidos por el caballero igualmente a la entrada de la galería. Aunque temerosos al principio, pronto se animaron al informarles de que yendo hasta el fondo se enterarían de muchas más intimidades y de por qué la casa estaba embrujada junto a sus moradores. Pero definitivamente los convenció al decirles que podrían llevarse de ella lo que quisieran, porque todo lo que contenía había sido expropiado y llevado al almacén al que conducía la oscura galería que tenían delante. Sin dudarlo se introdujeron en la oscuridad, con ciertos signos de entusiasmo. No hubo necesidad de encerrar a nadie.
Es fácil suponer el desenlace: los primeros, acuciados por su manía de intrigar y destacar en los medios como luminarias providenciales, pronto se dispersaron dispuestos a competir por llegar los primeros y así es como fueron cayendo de uno en uno en un insondable pozo del que bien poca novedad pudieron extraer; los segundos, sí que se amarraron entre sí para no perderse, pero al no encontrar el almacén dieron la vuelta y, si bien consiguieron salir, aparecieron por la boca de la mina desorientados ante el exceso de luz y como si la fallida exploración los hubiera dejado en ridículo. Además, al mirarse unos a otros, se dieron cuenta de que habían salido de aquella mina tiznados, estaban completamente revestidos de negro. En la puerta, el caballero negro que estaba esperándoles les felicitó efusivamente. «Tenéis la fortuna», les dijo, «de ser ahora seres opacos, criaturas invisibles en la oscuridad. Seguid así, cuidaos de que la luz no os atrape y mantendréis vuestro secreto poder actuando desde lo oscuro. Ni se os ocurra salir a plena luz, porque tal y como estáis nadie podrá saber nada de vosotros, nada malo nada bueno, y viviréis para siempre disfrutando de vuestra estricta intimidad». Tras recordarles de nuevo el tremendo privilegio del que disfrutaban, el hombre oscuro se dio media vuelta y los dejó allí en el umbral pasmados y bastante indecisos. Al alejarse de la galería y perderlo ellos de vista, se quitó la máscara y se fue directamente hacia su casa. Llegó ya bastante tarde. Los focos habían desaparecido. Una atmósfera incierta la rodeaba y la tenue luz de la luna la iluminaba. Abrió la puerta y dentro todo parecía sumido en una cálida y familiar penumbra.
martes, 23 de noviembre de 2021
Un día de marcha por el campo
No hay que mirar al cielo y seguir al sol desde el alba hasta el ocaso para ver cómo evoluciona el día, basta con elegir un bonito paisaje de contrastes y lanzarse a una buena caminata a campo traviesa. Al final se comprueba además que todo en esa excursión sigue un curso tan parabólico como el de la propia vida: a primera hora de la mañana puede uno casi ver nacer miles de flores exuberantes, dispuestas a animarle en su marcha impregnándole con frescas fragancias; poco después, al paso por los campos interminables, andará y buscará horizontes, dejándose ir por parcelas y veredas para acabar al cabo de un buen rato atrapado por su amable monotonía; a mediodía, le tocará ya cruzar lindes y ribazos inesperados y ahí se le empezarán a mostrar un poco crecidos e intransigentes los cardos y del todo insolentes moscas y mosquitos; con las piernas algo resentidas y los brazos injustamente atacados, llegará a media tarde la hora de pensar en la vuelta, algo que le exigirá ponerse a prueba salvando anchas y frías acequias, metiéndose a fondo en la maleza o, en el peor de los casos, moviéndose a gatas por el pegajoso fango; pero será ya casi a oscuras, a última hora, cuando casi vencido le llegará una prueba que será la definitiva y será justo cuando intente recuperar el bendito camino que en algún momento perdió y se vea por ello obligado a soportar un terrible flagelo al tener que enfrentarse, ya muy disminuido y como si estuviera ante la última frontera, a una espesa muralla erizada de zarzas, ortigas y espinas. Inútil será el esfuerzo, porque nada habrá al otro lado; difícilmente entenderá que está en ninguna parte, que no hay ahí camino ni tampoco guía que le tome a uno de la mano. Para él la excursión finalizó, será la noche, se acabó el día.
lunes, 22 de noviembre de 2021
Lecciones que no se olvidan
Un profesor muy trotado (experimentado) y algo desquiciado (quemado) me hacía un breve balance de su trayectoria docente: La lección que todo el mundo aprende no llega a través de la palabra, mucho menos del castigo, y tampoco sirve demasiado el ejemplo; la única lección que, una vez aprendida, se retiene y jamás se olvida es la que llega impuesta por la necesidad.
Clases de retórica
Retórica barata es decir «pues mira, yo me atrevo a decir que» para apagar así su ardiente deseo de decirlo.
Retórica evasiva es contar «cualquiera os podría contar que» para que no ser tomado por un cuentista cualquiera.
Retórica capciosa es confesar «escúchame, porque te tengo que confesar que» para intentar hacer al otro confesar.
Retórica pretenciosa es afirmar «ahora estoy en condiciones de afirmar que» para disimular que nada se piensa afirmar.
Retórica extravagante es declarar «la verdad me obliga a declarar que» para acabar por declarar que no le vale la verdad.
domingo, 21 de noviembre de 2021
Al lector
Aviso a posibles lectores: Cuidado, la osadía de leer abre paso a un territorio incierto en el que, no contando con viento dominante, columna visible o canon incontestable, cada cual debe arbitrar y valerse de su propia verdad.
Naparlandia
Si te cuentan que un inteligente muchacho ha programado un algoritmo capaz de localizar el paradero del códice Goyana, aquel que desapareció junto con el príncipe Zaldún en los profundos y tenebrosos bosques de Almari, allá en Naparlandia, pide pruebas. Se ha ido sabiendo que Zaldún nunca fue príncipe y que era analfabeto, pero también que huyó con un cofre en el que el verdadero príncipe guardaba su tesoro, amasado a lo largo de los años en locas correrías de saqueo con su tropa por países tachados de ingenuos, donde todo se conseguía a base de fuerza y engaños, por lo que, aun sin ser inocente, podría pasar por héroe mítico, no en aquella primera versión, que lo hacía guardián estudioso en alguna remota borda de los anales y las leyes del viejo reino contenidos en el códice Goyana, que es en razón a lo que hoy se le busca, sino en esta otra versión de rapaz plebeyo, capaz de despojar al poderoso de su mística retirada y, lo que es más gordo, de sus ínfulas míticas. Curioso es que Zaldún escapara con los anales y, sin embargo, no haya constancia de él en ninguna historia, sino sólo en las historietas que se nos han ido transmitiendo, como si el mito hubiera nacido de hecho justo en el momento en que un noble degradado y en desgracia hizo desaparecer el código con los anales en la espesura llevándose además el botín obtenido de las agobiantes pechas impuestas a sus vasallos para independizarse e instaurar una floreciente arcadia ajena a leyes externas y gobernada por él. Se hace difícil obtener pruebas de todo esto, pero eso de ningún modo quiere decir que estemos ante un mito. Y por dos razones: porque los referidos son hechos que se conocen, bien es verdad que dinámicamente, o sea en constante ampliación de las líneas narrativas para así intentar una visión más completa, y, por encima de todo, porque Naparlandia es una realidad que sigue ahí, que resiste y persiste como territorio solar de la sabiduría más profunda, como principio de nuestra razón y como fuente de nuestro poder sobre todas las cosas. Naparlandia nunca será un mito sino la llama viva que alienta en nuestro pecho y nunca podrá ser parte de un cuento llano. No ha nacido aún el muchacho, por muy inteligente que sea, que sea capaz de hurgar entre veinte renglones para zanjar con coordenadas y fríos números el valor de la historia de nuestro buen príncipe Zaldún, que ya mayor y abrumado por las amargas vivencias que había tenido, decidió retirarse al bosque, no sin antes repartir generosamente el contenido del cofre donde guardaba sus pertenencias entre toda su gente, llevándose como única prenda un sencillo pergamino en el que habían dejado su huella dactilar ensangrentada sus feroces antecesores, poniendo así punto final a la dinastía y dejando a Naparlandia libre para siempre y al albur de lo que le marcaran los tiempos. Como ves, te ofrezco pruebas evidentes, te ilustro con verdadera historia, es cierto que a veces controvertida y casi siempre confusa, y lo hago para que no te dejes embaucar por el cuento del deslumbrante muchacho inventor, tan de actualidad, cuyo maravilloso algoritmo, tan novelado como programado, consigue fijar la verdad en un punto fijo desde el que todo, pasado y futuro, parece inmediatamente visible. Te advierto: eso es un mito, un mito viejo, un mito terrible, y no deberías creer en él.
sábado, 20 de noviembre de 2021
Formas del humor
Todo el mundo asiste con cierta sorpresa al curso de los enfrentamientos entre el buenhumor y el malhumor. Puede que no sean tan sobrecogedores como los que se dan entre el bien y el mal, porque el humor sirve ahí de pantalla y, aunque el antagonismo siga siendo patente, todo se queda en tono menor y carece de relieves cortantes. Eso no quiere decir que no haya intercambio de agudezas, lo que no hay es sangre. Es cierto que las punzadas suelen ser de muy distinto tenor viniendo del bienhumorado o del malhumorado. Mientras el primero tiende a mostrarse risueño mientras bromea, el segundo tiende más al sarcasmo y a zaherir. Pasado un rato de haberse enfrentado, sucede algo curioso: a fuerza de engruesar las bromas de un lado y de rebajar las burlas del otro, el humor parece igualarse y discurre en un divertido toma y daca. Cuando el enfado del malhumorado es tan severo que se le hace incomprensible la broma del otro, no le queda otra a éste que insistir dándole una vuelta de rosca. Algo parecido pasa por el otro lado, por el que llegan las burlas. Éstas acaban por perder su malicia ante el portador de ese escudo jovial que es el buen humor, un escudo con el que, por muchos gruñidos que suelte el malhumorado, casi todo le resbala. La ventaja de estos enfrentamientos con todas esas humoradas que van y vienen, tanto si son de grueso calibre como si son ligeras, es que eluden el contacto físico, que se basan en la esgrima dialéctica. Son el habla y la gesticulación lo único que ahí entra en juego. Cualquiera ve que los chistes, sea cual sea su color, tienen su propia dialéctica y que, convenientemente subrayados por los justos gestos, no necesitan de argumentos. Eso hace bien fácil de seguir estos enfrentamientos. A veces el espectador disfruta viendo salir chispas, pero en otras le incomoda el descarado acoso verbal. Todo eso para quien lo ve desde fuera. Sin embargo, para el bienhumorado puede ser distinto y hasta puede darse el caso de que acabe por celebrar con más regocijo que pena las «ocurrencias y disparates» de su oponente, al que de tan amargado que está sólo puede ver como un pobre hombre. El caso contrario, el regocijo del malhumorado, por desgracia sólo llega a darse tímidamente. Lo que ahí suele suceder más bien es que hasta las bromas más inocentes acaban exacerbando su mal humor y dejan al descubierto su horrible «cara de perro», o bien que en un giro radical recupera algo de buen humor y pasa a tolerar esas alegrías compasivamente, como signos de simpleza propios de un pobre ingenuo.
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